El Laberinto perdido.
Hace unos treinta años ya, en lo que recuerdo era ese parque llamado Los Planes de Renderos, existía una estructura ovalada o circular formada por arbustos de mediana estatura, que dispuestos como estaban, le daban vida a lo que conocemos legendariamente como un laberinto. Sus paredes entonces, eran de ramas y hojas profusas, tanto, que era imposible ver a través de esas paredes verdes. Sus pasadizos en espiral, eran tan intricados para un niño menor de 10 años que era yo entonces, que no pocas veces, entrando en él, sentí la verdadera angustia de estar perdido, y la impotencia de no encontrar nunca la salida. La altura de las paredes era tal, que hubiera necesitado el doble de mi estatura para poder ver del otro lado de una de éllas. Así lo recuerdo ahora: amplio, complicado, fatigoso. Entraba corriendo con el deseo de extraviarme. Porque lo emocionante era perderse, aunque causara inquietud y a veces miedo. Era una aventura, un reto de poder encontrar la solución, la salida, dentro de esos intrincados caminos. Tal vez, en sí, no fuese tan complicado, y tras repetidas incursiones, la memoria ya me habría ayudado a una fácil escapatoria de esos círculos. Pero después de tantos años, aun sigo creyendo que cada vez que me internaba en ese laberinto, me perdía, como si fuera la primera vez, siempre. Que al pararme en su entrada, me sentía dispuesto a otra lucha, a otro juego nuevo. Al internarme en este Dédalo, nunca se me ocurrió una estratagema que no fuera la búsqueda de correr incansable por los círculos y alcanzar una salida. Estaba descartado el intento de hacer un hueco y cortar caminos, de perpetrar alguna trampa: lo tenía que enfrentar con mi duda, mis intentos fallidos y mi frustración y nunca me gustó regresar por el camino andado. Quizás porque hace tres décadas, uno jugaba siguiendo reglas inquebrantables; o quizás, porque ese juego, ese símbolo, esa alegoría, lo que fuese- para mí sólo era lo primero y éstas son ya categorías adultas-, imponía sus secretas condiciones que aquel niño aceptaba espontánea y lúdicamente. Ese laberinto lo olvidé. El recuerdo de toda esta experiencia se había escondido en mi memoria, hasta que por una casualidad hace algunos días, alguien se refirió al tema de un laberinto en otra parte, y yo pude evocar, en ese momento el mío, mi propio laberinto, ése dentro del cual yo había estado. Lejanísimas estaban en aquel tiempo, las cosas que yo había de escuchar o leer sobre ese juego o prueba o realidad: la literatura griega con su Icaro; los cuentos de Borges con sus sueños llenos de cosas sin fin, de escaleras que no van a ningún lado, de monstruosos laberintos formados de entradas que dan a la misma puerta; de Octavio Paz y su Laberinto de la Soledad. Lejos, del propio laberinto de mi vida, de las mismas confusiones; de las mismas decisiones inciertas, de las mismas angustias. Lo vi desaparecer con el tiempo. Primero le vi deteriorado: cortadas las ramas, secas las raíces de sus paredes: arrancado a pedazos. Daba la idea que alguien, que lleva el nombre tiempo, lo deshacía a pausas y se complacía en dejarlo mutilado, para continuar más tarde destruyéndolo. Cuando pasaba distraído cerca de su lugar, de su espacio, lo vi perderse en el paisaje, en la memoria, en la distancia que después yo interpuse a su recuerdo… Y me interne por otros pasadizos de paredes invisibles, que abarcaban ya kilómetros; y me perdí por otros pedazos de caminos polvorientos, arenosos, fangosos o nevados. Y ya el andar ya no fue plano: la ruta a veces se quebraba: ora caí, ora subía, hasta no llegar a ningún lado, hasta abrazar quizás al mundo. A veces, he encontrado gentes en mi camino. Me han alcanzado, los he alcanzado o los he visto pasar de regreso sollozando. Algunos, los he visto muertos a la vera del camino. Nos hemos reconocido. Llevamos la misma marca: venimos de un mismo lugar, pero no sabemos adonde vamos. Somos los encantados del laberinto de Los Planes, estamos lejos, lo sabemos y hemos perdido el laberinto, el lugar donde estuvo, el parque donde estuvo ese lugar; la ciudad donde estuvo ese parque; el país donde estuvo esa ciudad…
Jorge Castellón Houston, Texas. Enero de 2008
Publicado en:
Diario Co-latino, El Salvador.
http://www.diariocolatino.com/es/20080216/tresmil/52232/?tpl=69
Revista Resonancias, Francia
http://www.resonancias.org/article/read/599/el-laberinto-perdido-por-jorge-castellon/
Revista Hontanar, Australia
http://cervantespublishing.com/Hontanar/2008/Hontanar_noviembre_08.pdf
Hace unos treinta años ya, en lo que recuerdo era ese parque llamado Los Planes de Renderos, existía una estructura ovalada o circular formada por arbustos de mediana estatura, que dispuestos como estaban, le daban vida a lo que conocemos legendariamente como un laberinto. Sus paredes entonces, eran de ramas y hojas profusas, tanto, que era imposible ver a través de esas paredes verdes. Sus pasadizos en espiral, eran tan intricados para un niño menor de 10 años que era yo entonces, que no pocas veces, entrando en él, sentí la verdadera angustia de estar perdido, y la impotencia de no encontrar nunca la salida. La altura de las paredes era tal, que hubiera necesitado el doble de mi estatura para poder ver del otro lado de una de éllas. Así lo recuerdo ahora: amplio, complicado, fatigoso. Entraba corriendo con el deseo de extraviarme. Porque lo emocionante era perderse, aunque causara inquietud y a veces miedo. Era una aventura, un reto de poder encontrar la solución, la salida, dentro de esos intrincados caminos. Tal vez, en sí, no fuese tan complicado, y tras repetidas incursiones, la memoria ya me habría ayudado a una fácil escapatoria de esos círculos. Pero después de tantos años, aun sigo creyendo que cada vez que me internaba en ese laberinto, me perdía, como si fuera la primera vez, siempre. Que al pararme en su entrada, me sentía dispuesto a otra lucha, a otro juego nuevo. Al internarme en este Dédalo, nunca se me ocurrió una estratagema que no fuera la búsqueda de correr incansable por los círculos y alcanzar una salida. Estaba descartado el intento de hacer un hueco y cortar caminos, de perpetrar alguna trampa: lo tenía que enfrentar con mi duda, mis intentos fallidos y mi frustración y nunca me gustó regresar por el camino andado. Quizás porque hace tres décadas, uno jugaba siguiendo reglas inquebrantables; o quizás, porque ese juego, ese símbolo, esa alegoría, lo que fuese- para mí sólo era lo primero y éstas son ya categorías adultas-, imponía sus secretas condiciones que aquel niño aceptaba espontánea y lúdicamente. Ese laberinto lo olvidé. El recuerdo de toda esta experiencia se había escondido en mi memoria, hasta que por una casualidad hace algunos días, alguien se refirió al tema de un laberinto en otra parte, y yo pude evocar, en ese momento el mío, mi propio laberinto, ése dentro del cual yo había estado. Lejanísimas estaban en aquel tiempo, las cosas que yo había de escuchar o leer sobre ese juego o prueba o realidad: la literatura griega con su Icaro; los cuentos de Borges con sus sueños llenos de cosas sin fin, de escaleras que no van a ningún lado, de monstruosos laberintos formados de entradas que dan a la misma puerta; de Octavio Paz y su Laberinto de la Soledad. Lejos, del propio laberinto de mi vida, de las mismas confusiones; de las mismas decisiones inciertas, de las mismas angustias. Lo vi desaparecer con el tiempo. Primero le vi deteriorado: cortadas las ramas, secas las raíces de sus paredes: arrancado a pedazos. Daba la idea que alguien, que lleva el nombre tiempo, lo deshacía a pausas y se complacía en dejarlo mutilado, para continuar más tarde destruyéndolo. Cuando pasaba distraído cerca de su lugar, de su espacio, lo vi perderse en el paisaje, en la memoria, en la distancia que después yo interpuse a su recuerdo… Y me interne por otros pasadizos de paredes invisibles, que abarcaban ya kilómetros; y me perdí por otros pedazos de caminos polvorientos, arenosos, fangosos o nevados. Y ya el andar ya no fue plano: la ruta a veces se quebraba: ora caí, ora subía, hasta no llegar a ningún lado, hasta abrazar quizás al mundo. A veces, he encontrado gentes en mi camino. Me han alcanzado, los he alcanzado o los he visto pasar de regreso sollozando. Algunos, los he visto muertos a la vera del camino. Nos hemos reconocido. Llevamos la misma marca: venimos de un mismo lugar, pero no sabemos adonde vamos. Somos los encantados del laberinto de Los Planes, estamos lejos, lo sabemos y hemos perdido el laberinto, el lugar donde estuvo, el parque donde estuvo ese lugar; la ciudad donde estuvo ese parque; el país donde estuvo esa ciudad…
Jorge Castellón Houston, Texas. Enero de 2008
Publicado en:
Diario Co-latino, El Salvador.
http://www.diariocolatino.com/es/20080216/tresmil/52232/?tpl=69
Revista Resonancias, Francia
http://www.resonancias.org/article/read/599/el-laberinto-perdido-por-jorge-castellon/
Revista Hontanar, Australia
http://cervantespublishing.com/Hontanar/2008/Hontanar_noviembre_08.pdf
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