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Mostrando entradas de julio, 2008

Un regalo... sin motivo.

Hoy quiero darme un regalo, así, sin motivo, que contenga todos los dones que este mundo me ha ofrecido: La belleza, la bondad y la verdad de aquellas cosas que hasta hoy he ido encontrado en mi camino. Pondré primero en este cesto de fibras de maguey, el mecer acompasado del arrullo de mi infancia, el reencuentro cotidiano con mi madre al regreso de la escuela, y, la lluvia que cae sobre las tejas en la noche. Agregaré, las Odas más Elementales de Chile; o quizá, las tardes, la noche, las gentes y esa lluvia a cantaradas de los Cuentos de Barro del viejo Salarrué. …Y la melancólica mirada de aquellas golondrinas que miraba Adolfo Bécquer. Talvez incluiré, el sentimiento que nos deja el observar aquellas Manos de Dios que esculpió Rodin, o la tristeza poética de Rilke. Me regalaré esa pasión enardecida de Las Flores del Mal de Boudelaire; y también, la ternura de esos cuentos que escribió un hombre cuyo apellido era Wilde. Me regalaré sin olvidar, los ojos de Gala, pintados con tanto a

Agradecimiento

Parafrasenado a Yourcenar diré que... estaba seguro que este [blog] tendría pocos lectores, pero buenos... Gracias a los que se detienen y leen estas, aveces, tristes notas. Disculpas si más de alguna vez han sentido que han perdido el tiempo. Pero si, en algún momento de osio o de casualidad, han llegado aquí, y se han sentido "en casa" por un rato, me siento complacido por ese regalo de las circunstancias. Este es un lugar de nostalgia, si, pero crean si digo, que es un lugar de esperanza... Jorge

El Reloj de flores o la persistencia de la memoria.

No recuerdo haberlo visto funcionar. Tal vez cuando lo vi, ya sus agujas de metal blanco estaban detenidas, apuntando a cualquier parte de su circunferencia de tierra y grama. El tiempo, es lo más seguro, ya se había detenido adentro de esa redondez que miraba a la intemperie. Su círculo, de cara hacia el oriente, parecía estar reclinado sobre un montículo de tierra que tenia una altura probable de un metro y medio. Era un reloj posado sobre el suelo, como puesto, pues, sobre un puñado de tierra, como una cosa dejada allí, en medio de la calle, para ser vista, para ser olvidada en el ir y venir de la rutina de todos los transeúntes, y de los aconteceres de toda una ciudad. Al parecer, comenzó a funcionar al inicio de la década de los setenta, para en breves años, detenerse. Creo recordar que a mis ocho años, ya el reloj -que entonces tendría cuatro o cinco años de haber sido inaugurado-, había muerto. Así lo veo, así lo recuerdo, como un reloj muerto, escondido entre las cosas, como un

A México, por un segundo.

Corría el año mil novecientos ochenta y cuatro, yo tenía diecisiete de edad, y el mundo, era todo lo que estaba por conocer. Recuerdo que partimos a las cinco de la mañana del Estadio Olímpico de El Salvador, rumbo al Centro Deportivo Olímpico Mexicano, que por aquel entonces se ubicaba cerca del Hipódromo en el Distrito Federal. Íbamos llenos de la alegría infinita que un adolescente experimenta en la aventura de ir lejos, de descubrir, de descifrar distancias, de hacer amigos. Y en nuestro caso, con los sueños puestos en romper nuestras marcas, ya sea un minuto, quince centímetros, o tan sólo, dos segundos. Por aquel entonces yo era el único marchista juvenil de mi país, y con la gloria y la desgracia que eso significaba, me encaminaba a medir fuerzas, o más bien, resistencias, con los mejores del mundo en esos años. Ir a México a competir en la caminata o marcha olímpica, era como ir a competir a un torneo de ajedrez a la URSS, donde Karpov o Kasparov estuvieran entre los rivales; o