Corría el año mil novecientos ochenta y cuatro, yo tenía diecisiete de edad, y el mundo, era todo lo que estaba por conocer. Recuerdo que partimos a las cinco de la mañana del Estadio Olímpico de El Salvador, rumbo al Centro Deportivo Olímpico Mexicano, que por aquel entonces se ubicaba cerca del Hipódromo en el Distrito Federal. Íbamos llenos de la alegría infinita que un adolescente experimenta en la aventura de ir lejos, de descubrir, de descifrar distancias, de hacer amigos. Y en nuestro caso, con los sueños puestos en romper nuestras marcas, ya sea un minuto, quince centímetros, o tan sólo, dos segundos.
Por aquel entonces yo era el único marchista juvenil de mi país, y con la gloria y la desgracia que eso significaba, me encaminaba a medir fuerzas, o más bien, resistencias, con los mejores del mundo en esos años. Ir a México a competir en la caminata o marcha olímpica, era como ir a competir a un torneo de ajedrez a la URSS, donde Karpov o Kasparov estuvieran entre los rivales; o como si uno se dirigiera a un torneo de tenis de mesa a China Popular: no ibas a estar entre los primeros lugares a menos que, todos tus rivales les diera sarampión una noche antes, o se diera una glaciación en la ciudad.
Recuerdo que para poder asistir a esta competición anual en la ciudad de México, en la prueba de los diez mil metros (diez kilómetros) de la caminata, se establecía un tiempo menor a los cincuenta y cinco minutos como requisito. La noche en que caminé la distancia buscando una oportunidad de asistir a tierra azteca, competí con el rival más difícil: yo mismo. No existía otro competidor en tan inusual prueba del atletismo salvadoreño. La pista estaba a oscuras, pues las luces del estadio se encendían únicamente para los juegos de fútbol. A quién le importaba que los sueños de un muchacho pobre, se fueran a intentar hacer realidad en esa oscuridad y en una pista llena de agujeros.
Con el entusiasmo y el coraje de esos sueños, el cronómetro se detuvo en cincuenta y cuatro minutos y cincuenta y nueve segundos, cuando crucé la línea final: Iba a México por un segundo. Pero lo más irónico, iba a emprender ese viaje “ilegal”,- sin padre y sin madre real y legal, hubo que falsificar mi documentación de viaje-.
Cruzamos la frontera de Guatemala, y a las ocho horas nos vimos perdidos en la selva norte con la dificultad de no hablar quiché, que nos permitiera entender las palabras que unas amables personas nos dirigían en el intento de ayudarnos para volver al camino principal. Llegamos a Tecum Uman muy entrada la noche. Allí, un delegado del gobierno mexicano nos condujo a un inmenso autobús camino a la capital que está construida sobre un lago.
Con la mirada fija en la ventanilla, mis ojos descubrían maravillados la inmensidad de aquellas tierras nuevas. Pasamos a un lado de Puebla, y en mi ansiedad recuerdo haber preguntado en cuánto tiempo más estaríamos en nuestro destino: Dos horas, fue el tiempo interminable que nos restaba por recorrer. Quedé maravillado ante el Popo y el Cihuantepeque, como quedé impresionado y triste, al cruzar, ya cerca, el basurero del Distrito Federal, como una inmensa ciudad de casas de cartón y montañas de desechos…Como siempre, todo encuentro nuevo tiene un doble significado, un sentir contradictorio. Algo te sorprende y algo te decepciona. Pero en nada te quita del alma la vivencia de lo nuevo.
Si alguien no ha experimentado la carencia, el hambre y todo aquello que se define como pobreza, no podrá imaginar qué fue para mí, el entrar, la tarde de nuestra llegada, al comedor del Centro Deportivo. He de recordar que allí se alojaban y entrenaban los mejores atletas del mundo: la selección cubana de pesas, equipos de ciclismo italianos, por mencionar algunos. De esta forma, el menú a parte de ser nutritivo era variadísimo. Me vi impotente de decidir qué comer, quería de todo. No obstante, fui frugal: competía al siguiente día, y ganó la disciplina de tres años en el deporte, sobre las ansias de devorarlo todo.
Amaneció, tomé jugo y comí fruta, luego, fui llevado en un inmenso autobús con rumbo a la Escuela de Educación Física del Estado de México. Era en la pista de ese lugar en que hubo de tocarme el reto deportivo más grande de mi vida. Se escuchó el disparo de salida y de inmediato quedé relegado al último lugar por el pelotón velocísimo de marchistas, entre los que se encontraba Carlos Mercenario, quien iba a ganar la competencia de los veinte kilómetros en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, en mil novecientos ochenta y seis. Vi pasar a Mercenario diez veces frente a mí, tan sólo me apartaba al extremo del primer carril para darle paso. Vi rebasarme, a una decena de competidores durante esa interminable competencia. La última vuelta, la hice completamente solo… Evoco ahora las palabras de apoyo de mis compañeros desde las gradas del pequeño estadio.
Por aquel entonces yo era el único marchista juvenil de mi país, y con la gloria y la desgracia que eso significaba, me encaminaba a medir fuerzas, o más bien, resistencias, con los mejores del mundo en esos años. Ir a México a competir en la caminata o marcha olímpica, era como ir a competir a un torneo de ajedrez a la URSS, donde Karpov o Kasparov estuvieran entre los rivales; o como si uno se dirigiera a un torneo de tenis de mesa a China Popular: no ibas a estar entre los primeros lugares a menos que, todos tus rivales les diera sarampión una noche antes, o se diera una glaciación en la ciudad.
Recuerdo que para poder asistir a esta competición anual en la ciudad de México, en la prueba de los diez mil metros (diez kilómetros) de la caminata, se establecía un tiempo menor a los cincuenta y cinco minutos como requisito. La noche en que caminé la distancia buscando una oportunidad de asistir a tierra azteca, competí con el rival más difícil: yo mismo. No existía otro competidor en tan inusual prueba del atletismo salvadoreño. La pista estaba a oscuras, pues las luces del estadio se encendían únicamente para los juegos de fútbol. A quién le importaba que los sueños de un muchacho pobre, se fueran a intentar hacer realidad en esa oscuridad y en una pista llena de agujeros.
Con el entusiasmo y el coraje de esos sueños, el cronómetro se detuvo en cincuenta y cuatro minutos y cincuenta y nueve segundos, cuando crucé la línea final: Iba a México por un segundo. Pero lo más irónico, iba a emprender ese viaje “ilegal”,- sin padre y sin madre real y legal, hubo que falsificar mi documentación de viaje-.
Cruzamos la frontera de Guatemala, y a las ocho horas nos vimos perdidos en la selva norte con la dificultad de no hablar quiché, que nos permitiera entender las palabras que unas amables personas nos dirigían en el intento de ayudarnos para volver al camino principal. Llegamos a Tecum Uman muy entrada la noche. Allí, un delegado del gobierno mexicano nos condujo a un inmenso autobús camino a la capital que está construida sobre un lago.
Con la mirada fija en la ventanilla, mis ojos descubrían maravillados la inmensidad de aquellas tierras nuevas. Pasamos a un lado de Puebla, y en mi ansiedad recuerdo haber preguntado en cuánto tiempo más estaríamos en nuestro destino: Dos horas, fue el tiempo interminable que nos restaba por recorrer. Quedé maravillado ante el Popo y el Cihuantepeque, como quedé impresionado y triste, al cruzar, ya cerca, el basurero del Distrito Federal, como una inmensa ciudad de casas de cartón y montañas de desechos…Como siempre, todo encuentro nuevo tiene un doble significado, un sentir contradictorio. Algo te sorprende y algo te decepciona. Pero en nada te quita del alma la vivencia de lo nuevo.
Si alguien no ha experimentado la carencia, el hambre y todo aquello que se define como pobreza, no podrá imaginar qué fue para mí, el entrar, la tarde de nuestra llegada, al comedor del Centro Deportivo. He de recordar que allí se alojaban y entrenaban los mejores atletas del mundo: la selección cubana de pesas, equipos de ciclismo italianos, por mencionar algunos. De esta forma, el menú a parte de ser nutritivo era variadísimo. Me vi impotente de decidir qué comer, quería de todo. No obstante, fui frugal: competía al siguiente día, y ganó la disciplina de tres años en el deporte, sobre las ansias de devorarlo todo.
Amaneció, tomé jugo y comí fruta, luego, fui llevado en un inmenso autobús con rumbo a la Escuela de Educación Física del Estado de México. Era en la pista de ese lugar en que hubo de tocarme el reto deportivo más grande de mi vida. Se escuchó el disparo de salida y de inmediato quedé relegado al último lugar por el pelotón velocísimo de marchistas, entre los que se encontraba Carlos Mercenario, quien iba a ganar la competencia de los veinte kilómetros en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, en mil novecientos ochenta y seis. Vi pasar a Mercenario diez veces frente a mí, tan sólo me apartaba al extremo del primer carril para darle paso. Vi rebasarme, a una decena de competidores durante esa interminable competencia. La última vuelta, la hice completamente solo… Evoco ahora las palabras de apoyo de mis compañeros desde las gradas del pequeño estadio.
Al terminar las veinticinco vueltas, el cronómetro marcó cincuenta y tres minutos y cincuenta segundos. ¡Me había vencido un minuto! ¡Me había ganado a mi mismo! Esa es la vivencia que te hace feliz en el deporte… toda derrota digna, tiene su victoria personal, anónima, intima. Otros centroamericanos, en años anteriores, solían abandonar las competencia, sangrando de su nariz, víctimas de los dos mil metros de altura sobre el nivel del mar en la Cuidad de México.
Feliz, regresé al comedor por la tarde. Comí todo lo que cupo en mi estomago y todavía escondí -motivado por la gula- manzanas y cajas de cereal entre mis ropas. Al día siguiente, descubrí en el desayuno lo que era el omelet, y en el almuerzo, lo que era el filete de pescado.
Mi país estaba en plena guerra civil por esos años, y así, con la ayuda de amigos mexicanos que hice en esos días, supimos descifrar la dirección- que yo llevaba escrita en un papel- de un tío muy querido que había huido a México, y al que no veía en muchos años. Con su compañía, fuimos a visitar las obras de Siqueiros, sus pinturas y murales. Conocí las creaciones de Diego Rivera y me perdí maravillado en el Museo de Antropología: aprecié, para no olvidar jamás, el Reloj Azteca. Contemplé, para recordar siempre, las cabezas Olmecas… Y México, quedó en mí, para el resto de mi vida.
No me interesa si gané o no, una medalla; si subí a lo más alto del podium de los triunfadores, o estuve al final de los perdedores. Había ganado una batalla conmigo mismo, y regresaba a lo humilde de mi casa con las riquezas de una historia milenaria y las joyas de un arte verdadero, en el que aún ahora, abrevo más de un sueño, y evoco más de una alegría.
Jorge Castellón.
Abril del 2008.
Feliz, regresé al comedor por la tarde. Comí todo lo que cupo en mi estomago y todavía escondí -motivado por la gula- manzanas y cajas de cereal entre mis ropas. Al día siguiente, descubrí en el desayuno lo que era el omelet, y en el almuerzo, lo que era el filete de pescado.
Mi país estaba en plena guerra civil por esos años, y así, con la ayuda de amigos mexicanos que hice en esos días, supimos descifrar la dirección- que yo llevaba escrita en un papel- de un tío muy querido que había huido a México, y al que no veía en muchos años. Con su compañía, fuimos a visitar las obras de Siqueiros, sus pinturas y murales. Conocí las creaciones de Diego Rivera y me perdí maravillado en el Museo de Antropología: aprecié, para no olvidar jamás, el Reloj Azteca. Contemplé, para recordar siempre, las cabezas Olmecas… Y México, quedó en mí, para el resto de mi vida.
No me interesa si gané o no, una medalla; si subí a lo más alto del podium de los triunfadores, o estuve al final de los perdedores. Había ganado una batalla conmigo mismo, y regresaba a lo humilde de mi casa con las riquezas de una historia milenaria y las joyas de un arte verdadero, en el que aún ahora, abrevo más de un sueño, y evoco más de una alegría.
Jorge Castellón.
Abril del 2008.
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