Ir al contenido principal

Vaivenes de la edad.





Vaivenes de la edad.

Yo no soy aquel que era; no sigo siendo el que fui: el de antes no se parece al que soy. A veces, no me reconozco: frente al espejo, un rostro desconocido aparece, y otro se ha ido desvaneciendo con el tiempo. No sé desde cuándo.

Hábitos, costumbres malas y buenas que creí tener, se truecan en otras, que me es difícil ya clasificar entre esas dos maneras de vivir que el credo o alguna filosofía me ha enseñado, y vivo sin distinguir ya con pureza lo bueno y lo malo, lo beneficioso y lo nocivo, lo sano o lo dañino. Mejor, hay vicios que considero me hacen un bien. Hay cosas que llamé virtudes que ahora me estorban en el vivir. Parece que a cierta edad, las fronteras que tan nítidamente reconocemos, se nublan, se confunden, cambian su ubicación y su sentido.  Es como si la relatividad de los valores se nos fuese cada vez no solo más manifiesta sino, más confusa.

Cerca ya de los cincuenta años, me sorprendo con temores de mi niñez, que antes no tenia; me maravillan cosas a las que nunca di importancia alguna; me abrasan sentimientos que fueron reprochables. Así, amor y odio son distintos: más desesperados, más condescendientes con el crimen o el pecado y al mismo tiempo, más vulnerables, más amenazantes, dolorosos, divinos.

Otra cosa me sorprende: a veces creo que no hay nada nuevo que aprender, que todo está escrito y leído;   y de repente, me considero el más ignorante de los hombres. Y algo singular pasa en mis sensaciones, pues por momentos, no descubro nada nuevo en el goce de todos mis sentidos: todo está probado; para luego, en la desdicha, quedarme a la espera, a la entrada de la noche, que una mano amada de mujer se compadezca y con un dedo auque sea, de soslayo me acaricie.

La salud traiciona, las fuerzas se encaprichan, pero los arrebatos y los excesos se exacerban, y uno cae en una encrucijada de los huesos, en un capricho de músculos y vísceras, en un juego mortal de los sentidos donde comprendo mejor eso que un día escuchara: que no es uno el que deja un vicio, son los vicios los que nos abandonan. Claro, en otro cuerpo encontraran más jubileo que el que yo ahora puedo ofrecer.

Pero, no quiero ser injusto. De vez en cuando, abrevo en la poesía; respiro en las certezas que pasan como nubes; vivo de la fiel amistad de manos viejas y sobrevivo gracias a la dulce ternura de los te quieros que seres cercanos  me brindan: hijos y mujer; madre y dos amigos, parecen ser, en instantes luminosos, lo único real que tengo.

La hermosa rutina de la casa me sosiega; el quehacer cotidiano de ese mi pequeño  universo me devuelve al sentido de la vida, y hace del ridículo hombre  hartado de un oficio y de un mundo desquiciado, un ser humano. Es en esos momentos en que me entristece mi mortalidad, es decir, las cosas que no he podido dar, las cosas que no he podido terminar, las que no podré legar, las que jamás empecé, las que no alcanzaré a ver.

He ahí, el nudo de mi tiempo y de mi edad: el tiempo por vivir es cada vez más impreciso y más incierto; lo único cierto, es que ese tiempo, es más breve que el que ya he vivido. La muerte es cada vez, más real, y los anhelos, por lo tanto, menos alcanzables,  menos probables, más inconclusos: la enfermedad nos acecha.

Hay cosas que puedo asir con certeza: son ideas conquistadas, reacciones fijas, mañas del mirar, trucos de sobrevivencia y convivencia. Justificaciones, razones, temores sin caducidad, secretos mudos, y una manera de ser que no es gratuita.  Atrás han quedado las esféricas ideologías, y en su lugar prevalecen las poliédricas convicciones personales.

Se han quedado en un rincón, como basura, lo que con el tiempo fui probando despacio y no sin dolor, hasta desechar con orgulloso desden lo que no uso, quedándome con lo que necesito para vivir como quiero, es decir, con ese justificado temor de que en el universo exista cierto debe y haber en el balance de las acciones humanas; con esa ansia de que cada día un momento de paz me aseche en alguna hora; con esa obligación de poner alegría como una sal que conserve momentos de una vida que no deben descomponerse en el olvido;  con la justicia del que es al mismo tiempo juez y parte de los hechos; con la  simpleza que se reduce a  ansiar lo elemental la vida, en su mejor versión de dignidad;   sin miedo a la vez, al error que duele, y a la burla necesaria  de mi mismo.

 Me quedo en mi vivir, con esa acción necesaria que no acaba, de sopesar las diferencias entre amistad e  hipocresía; amor y mentira; responsabilidad y falso heroísmo;  prueba e intento; idea y convicción, patria y fanatismo, casa y hogar; familia y persona; pasado y presente; futuro y esperanza; ruido y música; Dios y justicia; venganza y consecuencia; riqueza y salud; palabra y silencio…vida y muerte.     





Comentarios

Entradas populares de este blog

De un mundo raro.

De un mundo raro. El alma de una nación tiene su residencia concreta en personas humanas de diferentes sectores y grupos. El alma de una nación, el sentir nacional, el espíritu de una tierra o pueblo, en suma, la reserva espiritual de sus ciudadanos, esa que escapa a las grandes encuestas y estudios psicosociales-, es lo que a la larga define una nacionalidad, una forma particular de existir de un grupo humano. Un carácter nacional. Esa alma colectiva, ese sentir, se manifiesta en la cotidianidad, en el día a día de la conversación, de las acciones de ese conglomerado de persona; en el saludo de cada mañana, en el apartarse al sentir muy próxima la presencia de otro; se manifiesta en el volumen de la voz, en los gestos de cada rostro.  Es esa manera ante la cual un inmenso grupo humano, nos comportamos ante una fatalidad ajena, ante el júbilo de otros o ante los que a nosotros mismos nos pasa. Si bien muchísimos pueden diferir de ese sentimiento; si bien mil

Simón Bolivar, el general desamparado

Simon Bolívar: el general desamparado. Por Jorge Castellón Lo veía siempre que yo pasaba por la esquina. Allí, oculto tras aquella enorme figura que se elevaba sobre sus patas traseras como queriendo tomar vuelo, como queriendo huir del suelo o quizás amedrentar a los transeúntes, que como yo, veíamos asombrados aquella escena extraña de un animal erguido, con las fuerzas contenidas en un intento estático, pero amenazante, mientras a sus pies, ajeno a esa acción intrépida en suspenso, la figura de un hombre yacía impasible, tendida sobre el suelo, a un palmo de las patas traseras de la bestia. Sobre los cartones, el hombre yacente parecía un cuerpo, que tras una ardua batalla había quedado insepulto, mientras el héroe de algún ejército vencedor, arribaba tardíamente a un poblado ya destruido, a expulsar a los bárbaros que huían del valor de aquel jinete. Porque aquella figura impresionante que se erguía, era un caballo y su jinete, un animal y un hombre, pero para el niño que era yo en

Autumn Leaves.

Jacques  Prévert Joseph Kosma Autumn Leaves: de un poema de amor ya olvidado.                                                                                                 Para Karen y Mario,                                                                                                                         Compañeros en esta aventura . I En este otoño que pasa -como lo hice en el anterior- me he dedicado en lo posible, a escuchar todas las versiones en jazz que he podido encontrar, de ese tema musical que tanto me ha fascinado desde hace varios años: Les feuilles mortes ( Las hojas muertas), más conocido por su bonito nombre en inglés: Autumn Leaves , cuyo exquisito sabor jamás cansa. Pero este año he hecho algo más: quise averiguar, investigar sobre su historia, sobre el origen de esta melodía tan seductora; así, descubrí que esta pieza de música surge como una canción popular en 1945. La música, fue una creación del compositor húngaro Jo