Declaración de un ladrón enamorado.
A veces me despierto con las ganas de ser un ladrón. Si, un ladrón de
verdad, de los de antes. Es decir, me quiero explicar: yo quiero ser un ladrón bueno
y feliz; portar antifaz negro en la cara,
y deslizarme por la noche ahí donde hayan cosas de más, donde sobre, donde se
desperdicie, donde se haya olvidado algo hermoso que a nadie importe ya.
Quiero robar caballerescamente: ser furtivo, galante, respetuoso y
sutil. Quizás, si de una doncella se trata, dejar una rosa en su almohada -como
lo sugería Alberto Cortez-, por si acaso
me llego a enamorar durante esas horas laborales.
Que nadie me vea al entrar o al
salir de alguna casa. Llegar cuando nadie esté, cuando duermen, cuando anden de viaje los
residentes, o simplemente cuando se hallen trabajando. No forzar puertas ni
ventanas, usar ganchos de pelo, llaves maestras, y en las cajas fuertes, usar alguna
lógica de los números y el sonido de la
perilla al girar, para abrir sus puertas.
Mi regla será infligir al mundo que cada cual tenga sólo lo que
necesita su cuerpo, su corazón y su espíritu; sus sueños o sus esperanzas. Nada
que esté de más será ignorado por mis manos. Nunca robar un buen libro con
notas personales y cartas de amor resguardadas; un anillo escondido, un pañuelo
perfumado, un retrato detrás de la pared, una carta lejana de distancia o de
tiempo. Nunca tocar un juguete preferido, ni el sillón donde dos se sientan por
la tarde. Tampoco aquella mecedora donde
sapiencia y cariño dormiten en
silencio los recuerdos más queridos.
Excluido un reloj que ha ido de
padre a hijo; la pulsera que a su vez pasó de madre a hija; y todas esas
herencias que se hacen en vida como alianzas familiares. Excluidas de mi mano las sábanas que se
guardan con cariño, donde se arrullaron y cuidaron las dolencias de los hijos. Excluidos
los espejos, tan íntimos, tan privados, que encuentre empotrados en un rincón
prohibido para extraños. No se consideran las viejas chanclas, los sombreros,
los machetes, los jarrones remendados
para conservarse, por ser símbolos de la amena rutina del solaz y del trabajo.
Robar lo que me han robado quiero: mi casa de la niñez, mi parque, mi
ciudad, mi país. Traerlos del pasado y volver a construirlos, inaugurarlos,
pintarlos, arreglarlos. Sembrarles flores, ponerles cuadros; plantarles árboles,
crearles jardines. Devolverles nubes, volcanes, mares y ríos, que hoy ya dejaron de
existir, de brillar, de rugir, de saltar, de conmoverse… de sus antiguas
auroras y sus viejos atardeceres.
Robaría, sobre todo, y más que nada, cosas imposibles que no fueron ni
serán, para que hayan sido de otra forma: consolar a mi madre cuando huyó de su
casa siendo niña; darle albergue, alivio y amor. Acompañar a mi hermano en esos
momentos que no estuve y en los cuales, se fue muriendo el cariño entre los
dos.
Devolverme, en ese hurto fantástico e inaudito, ese gran pedazo de niñez
de mis hijos, que yo no vi, sentí, ni
disfruté, y que se perdió para siempre en el pasado. Robarme, esos momentos de tanto error y
desidia, para poder corregirlos, y pretender que mi destino va a ser otro, más
feliz, más dichoso, restado de dolor y de locura.
Pero también me adjudico el derecho de robar del pasado, y robar del
futuro. Traerme lo que nunca murió,
envejeció o se corrompió: la esperanza más valiente que los muertos queridos me
dejaron; los sueños más luminosos que ningún joven ha tenido y la fe incansable
que sobrevivirá a todo este espanto. Lo mejor que sobreviva en este mundo
después de muchos años de mi entierro, y entre ello, la grandeza moral de los hijos de mis hijos, y
el recuerdo aun consciente de mi nombre, en el senil silencio de la madrugada
de la mujer que me amó, pese a ser lo que fui, y que me hizo morir feliz un
día, y satisfecho de mi vida ya apagada.
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