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México. Las cúpulas del sol.


Me despedí de México la última vez, por el mismo lugar por donde entré nuevamente a la gran ciudad, después de treinta y dos años de ausencia: La estación de Bellas Artes. Bajé las gradas que van hacia el subsuelo, mirando con tristeza, pero también con esperanza de volver a volver, las cúpulas doradas de sol de aquel blanco palacio que recordaba de antaño con confusión y entusiasmo.
En ese año ochenta y cuatro lo había recorrido maravillado, mudo. Había visto por primera vez esos murales y me veía tan pequeño frente a su imponente altura y su universal grandeza. Miré, miré y miré, sin abarcarlos, dejándome llevar por esa primorosa curiosidad y sorpresa con las que se vive cada experiencia nueva de la vida en esos años infinitos de la más que primera juventud.

Esta vez, a punto de cumplir mis cincuenta años, de la mano de mi hijo, irrumpí en la sala principal de Bellas Artes con el corazón en la otra mano. Me olvidé de pagar la entrada. Regresé a la ventanilla desesperado. Pagué y comencé a subir esos escalones que iba recordando con los segundos. Viendo al frente, atisbé los lienzos que se habían perdido a lo largo de mis sueños y que estaban convertidos en sutiles destellos, imágenes incompletas, recuerdos difusos. Trepaba sin soltar la pequeña mano de mi niño con la vista al frente y hacia arriba, desnudando en cada grada un trozo de mural y de pasado.

Al alcanzar la primera planta una voz me sorprendió. “No puede pasar” me dijo. Sin comprender me detuve y observé a aquel hombre uniformado al que no había visto. Muy confuso, no recuerdo que le dije, pero sí escuché que me explicaba que era lunes, y que ese día el paso al primer y segundo pisos estaba cerrado. Inmediatamente le repliqué: He esperado treinta y dos años para venir acá y no me va a detener. Le di la espalda y ascendí hasta un punto donde podía ver más todo el conjunto, y me detuve. El hombre me miró con seriedad, pero llegué hasta donde su dura flexibilidad permitió, y hasta donde mi sentido común me alertó de que estaba en casa ajena, que hay reglas que cumplir y no debía dar paso a un incidente que involucrara la seguridad de aquel sitio.

Desde ese punto limite, en medio de la primera y la por ahora inaccesible segunda planta, le señalé a mi hijo las paredes, los lienzos, los murales, el techo. Acordando volver el otro día, lo cual cumplí sin sobresaltos.

Fuimos a la soberbia catedral, a la cual también volvía. Su patio, su atrio, sus pasillos, sus altares. Y el tiempo se enredó. Tres décadas se enrollaron en si mismas. Presente y pasado, como en aquella gran ciudad, se mezclaron, se revolvieron haciéndose simplemente lo que eran: Eternidad, Continuidad, Memoria.

Cuando por televisión vi en aquel año ochenta y cinco las pirámides de escombros, supe de la ciudad y su tragedia. Sentí que ese lugar no era como otros que uno escucha nombrar. México tenía ya para mí, rostro, cuerpo y sombra sobre mi vida de adolescente. Hoy, en este día, a un año de mi regreso de aquel reencuentro, la ciudad para mí no solo tiene rostro, cuerpo y sombre, también alma, también… un misterioso sentimiento que nos une.

Quiero creer que la vida me da la oportunidad de apreciar y querer un lugar, sin saber, como pasa en otras dimensiones del vivir, lo que depara el futuro. Que el misterio de la propia vida me regala retornos alegrísimos, como se los ha regalado a ese pueblo a lo largo de los siglos, aunque estemos, sin saberlo, ellos, nosotros, todos, caminando sobre el sendero desconocido que una vez condujo a Tehuacán y de allí, nos ha ido llevando hacia el futuro, hacia lo incierto, desde donde ya sabemos, eso sí, que hemos siempre de volver, todos, a empezar, una y otra, y otra vez.



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