A los iconos de la historia de la verdad en El salvador.
(En este mes de marzo, que les vio marcharse…)
Tan fugaz y tan eterno es nuestro paso por la vida. Fugaz, si nos comparamos con las estrellas, con la vida de un volcán, o con uno de los tantos mares de la tierra. Eterno es nuestro paso como seres humanos, cuando más que medirse con el tiempo objetivo de las cosas, la vida se mide por la huella que las acciones, aquéllas, las más excelsas, dejan en la humanidad entera, en la memoria a veces cruel de los hombres y mujeres.
Aparentemente, la verdad de las cosas humanas desaparece, como si con el correr del tiempo la realidad del mundo fuese sepultada -después de ser secuestrada y luego asesinada- por las manos de la maldad, que siempre dan la impresión de ser eternas y vencedoras.
Pero la verdad siempre busca una rendija, un intersticio, por donde se escapa ya sea siendo voz, luz, espacio, canto, imagen, palabra o grito. Pues la verdad no deja de latir bajo el suelo lleno de guijarros, sangre seca y osamentas, donde son sepultadas sus cenizas. La verdad, es ese corazón delator, que como en un cuento de Poe, no deja tranquila las conciencias, y las envuelve en un insomnio eterno, delirante y violento que su tenaz golpeteo produce desde el fondo de la tierra, y que únicamente es escuchado por sus sepultureros, por sus verdugos, por sus secuestradores.
Porque no hay un momento del mundo en que no brille, pese a todo, la luz de lo que realmente sucede o acontece; de lo que fue sentido o de lo vivido; de lo sufrido o de aquello que se redimió. Y la verdad existe, a despecho de las intenciones pestilentes que pululan en la oscura conciencia del mal. Y la verdad existe, en ese relevo maravilloso y valiente de mujeres y hombres que abonan con su vida, su sangre, su voz o sus letras, el Arbol de la Vida, aquél, bajo cuya sombra descansamos y soñamos. Ese arquetipo del universo, donde podemos ser semilla, raíz, tronco, hoja o flor; o bien parásito, hierba maligna o ser destructor.
Dos semillas hacen germinar siempre esperanza y verdad en la historia moderna salvadoreña: las vidas de Monseñor Oscar Arnulfo Romero y de Rufina Amaya. Con ellas, la escoria verbal más putrefacta de los poderosos, con su lenguaje de mentiras cínicas, queda tirado en el lugar que sólo a ellos corresponde: el oprobio público, el ridículo y la condena inexorable de la historia. Con ellos, Oscar y Rufina, con la luz de sus vidas, el poder ciego y deshumanizador, llega a ser la representación del bochorno, de la irracionalidad y de la nulidad humana..
En nuestra historia de pobreza, injusticia e impunidad; en esa ya secular y permanente institucionalización de la mentira, de polarización del pensamiento y deshumanización que hemos vivido los salvadoreños, Romero, como contrapuesto de Roberto D’abuison, y Rufina, como antípoda de Domingo Monterrosa, sólo son símbolos de esas constantes históricas del humanismo verdadero, del valor y del amor por la vida.
Es en esos momentos culminantes, decisivos, donde las fuerzas del bien y del mal se enfrentan; donde la soberbia y la humildad chocan; donde el poder ciego y destructor y el ejemplo humanizador se encuentran frente a frente; donde la mentira y la verdad en la historia universal se cruzan una y otra vez…es ahí, donde el mundo teje y atesora una nueva lección:
Pese a que la verdad siempre pierde en lo inmediato, su brillo surge siempre de los escombros… cuando hombres y mujeres que la han visto derrumbarse y morir, la buscan y la restituyen con palabras, con silencios, con cantos, con gritos, con sus propias vidas que son poemas a la esperanza de toda la humanidad..
Lejos de cualquier mitificación o apología y en medio de la más clara verdad y de la más profunda noción de justicia, se yerguen en el horizonte cercano de la esperanza de nuestro pueblo, -allí, en ese amanecer tibio y azul de los días que soñamos-, dos luceros, dos antorchas, dos soles, como ojos claros nacidos de allá, de allá de donde los jocotes derraman sus aromas y el huidizo torogoz se esconde todavía, todavía, silencioso en las montañas del Chalatenango. De donde el Arbol de Fuego y el Maquilishuat nos pintan la mirada y nos regalan la caricia rosada o nacarada que ha dado color a nuestra frente. De donde el Izalco, nos invade de respeto y temor humano, y nos recuerda que existe una fuerza en nuestro pecho que es inextinguible aún con los siglos que han pasado. De donde las voces emergen de montañas escondidas, susurrantes, sigilosas, valientes e intrépidas, en las que se han escondido a descansar las almas de nuestros héroes y nuestros niños perseguidos.. De donde los hijos del jaguar buscaron su guarida, su valle, su naciente. De allá, de donde, pese a todo, en medio de todo, más de una piscucha se eleva por los cielos una mañana cualquiera de un domingo, queriendo alcanzar el infinito amarrada a la mirada feliz de algún cipote.
Tal parece que si nuestro destino está lleno de sufrir, también nuestro batallar está lleno de amor por la verdad, y que ello siempre ha implicado, la más valiente valentía, la más terca contumacia, la más fuerte fortaleza en la búsqueda de la más esperanzadora esperanza. Y que en esa opción por los pobres y por la verdad misma, esas dos figuras que deslumbran en el fondo de nuestra historia moderna, son de las más ejemplarizantes, de las más eternas.
Jorge Castellón
Houston, Texas
Marzo de 2008
(En este mes de marzo, que les vio marcharse…)
Tan fugaz y tan eterno es nuestro paso por la vida. Fugaz, si nos comparamos con las estrellas, con la vida de un volcán, o con uno de los tantos mares de la tierra. Eterno es nuestro paso como seres humanos, cuando más que medirse con el tiempo objetivo de las cosas, la vida se mide por la huella que las acciones, aquéllas, las más excelsas, dejan en la humanidad entera, en la memoria a veces cruel de los hombres y mujeres.
Aparentemente, la verdad de las cosas humanas desaparece, como si con el correr del tiempo la realidad del mundo fuese sepultada -después de ser secuestrada y luego asesinada- por las manos de la maldad, que siempre dan la impresión de ser eternas y vencedoras.
Pero la verdad siempre busca una rendija, un intersticio, por donde se escapa ya sea siendo voz, luz, espacio, canto, imagen, palabra o grito. Pues la verdad no deja de latir bajo el suelo lleno de guijarros, sangre seca y osamentas, donde son sepultadas sus cenizas. La verdad, es ese corazón delator, que como en un cuento de Poe, no deja tranquila las conciencias, y las envuelve en un insomnio eterno, delirante y violento que su tenaz golpeteo produce desde el fondo de la tierra, y que únicamente es escuchado por sus sepultureros, por sus verdugos, por sus secuestradores.
Porque no hay un momento del mundo en que no brille, pese a todo, la luz de lo que realmente sucede o acontece; de lo que fue sentido o de lo vivido; de lo sufrido o de aquello que se redimió. Y la verdad existe, a despecho de las intenciones pestilentes que pululan en la oscura conciencia del mal. Y la verdad existe, en ese relevo maravilloso y valiente de mujeres y hombres que abonan con su vida, su sangre, su voz o sus letras, el Arbol de la Vida, aquél, bajo cuya sombra descansamos y soñamos. Ese arquetipo del universo, donde podemos ser semilla, raíz, tronco, hoja o flor; o bien parásito, hierba maligna o ser destructor.
Dos semillas hacen germinar siempre esperanza y verdad en la historia moderna salvadoreña: las vidas de Monseñor Oscar Arnulfo Romero y de Rufina Amaya. Con ellas, la escoria verbal más putrefacta de los poderosos, con su lenguaje de mentiras cínicas, queda tirado en el lugar que sólo a ellos corresponde: el oprobio público, el ridículo y la condena inexorable de la historia. Con ellos, Oscar y Rufina, con la luz de sus vidas, el poder ciego y deshumanizador, llega a ser la representación del bochorno, de la irracionalidad y de la nulidad humana..
En nuestra historia de pobreza, injusticia e impunidad; en esa ya secular y permanente institucionalización de la mentira, de polarización del pensamiento y deshumanización que hemos vivido los salvadoreños, Romero, como contrapuesto de Roberto D’abuison, y Rufina, como antípoda de Domingo Monterrosa, sólo son símbolos de esas constantes históricas del humanismo verdadero, del valor y del amor por la vida.
Es en esos momentos culminantes, decisivos, donde las fuerzas del bien y del mal se enfrentan; donde la soberbia y la humildad chocan; donde el poder ciego y destructor y el ejemplo humanizador se encuentran frente a frente; donde la mentira y la verdad en la historia universal se cruzan una y otra vez…es ahí, donde el mundo teje y atesora una nueva lección:
Pese a que la verdad siempre pierde en lo inmediato, su brillo surge siempre de los escombros… cuando hombres y mujeres que la han visto derrumbarse y morir, la buscan y la restituyen con palabras, con silencios, con cantos, con gritos, con sus propias vidas que son poemas a la esperanza de toda la humanidad..
Lejos de cualquier mitificación o apología y en medio de la más clara verdad y de la más profunda noción de justicia, se yerguen en el horizonte cercano de la esperanza de nuestro pueblo, -allí, en ese amanecer tibio y azul de los días que soñamos-, dos luceros, dos antorchas, dos soles, como ojos claros nacidos de allá, de allá de donde los jocotes derraman sus aromas y el huidizo torogoz se esconde todavía, todavía, silencioso en las montañas del Chalatenango. De donde el Arbol de Fuego y el Maquilishuat nos pintan la mirada y nos regalan la caricia rosada o nacarada que ha dado color a nuestra frente. De donde el Izalco, nos invade de respeto y temor humano, y nos recuerda que existe una fuerza en nuestro pecho que es inextinguible aún con los siglos que han pasado. De donde las voces emergen de montañas escondidas, susurrantes, sigilosas, valientes e intrépidas, en las que se han escondido a descansar las almas de nuestros héroes y nuestros niños perseguidos.. De donde los hijos del jaguar buscaron su guarida, su valle, su naciente. De allá, de donde, pese a todo, en medio de todo, más de una piscucha se eleva por los cielos una mañana cualquiera de un domingo, queriendo alcanzar el infinito amarrada a la mirada feliz de algún cipote.
Tal parece que si nuestro destino está lleno de sufrir, también nuestro batallar está lleno de amor por la verdad, y que ello siempre ha implicado, la más valiente valentía, la más terca contumacia, la más fuerte fortaleza en la búsqueda de la más esperanzadora esperanza. Y que en esa opción por los pobres y por la verdad misma, esas dos figuras que deslumbran en el fondo de nuestra historia moderna, son de las más ejemplarizantes, de las más eternas.
Jorge Castellón
Houston, Texas
Marzo de 2008
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