Al inicio de la década del setenta, vivía yo en una inmensa casa blanca que hacia esquina en la intersección de la diecinueve avenida sur y la calle Arce de San Salvador. La casa era ocupada por clínicas privadas de renombrados médicos de esa época, de entre los que recuerdo ahora los nombres de Carranza Amaya,- que me regalaba dulces llenos de su inmensa sonrisa-; Flores Hidalgo- eminente pediatra que me salvó de la muerte segura a la que me llevaba la fiebre tifoidea-, Ernesto Núñez,- quien le encargó al doctor Flores Hidalgo el cuido post-natal de mi madre biológica y me obsequió la cuna usada por sus hijos para que yo durmiera-. Al resto de médicos que tenían sus clínicas allí, no los logro recordar, quizás, porque no tuvieron un trato tan cercano como estos últimos hacia con mi familia y conmigo mismo. Mi madre de crianza, había trabajado desde hace muchos años como hacedora de oficios domésticos en la residencia personal del doctor Ernesto Núñez, quien rentaba esa inmensa casa do
"Escribir, es poner en orden lo disperso" Carlos Fuentes