Al inicio de la década del setenta, vivía yo en una inmensa casa blanca que hacia esquina en la intersección de la diecinueve avenida sur y la calle Arce de San Salvador. La casa era ocupada por clínicas privadas de renombrados médicos de esa época, de entre los que recuerdo ahora los nombres de Carranza Amaya,- que me regalaba dulces llenos de su inmensa sonrisa-; Flores Hidalgo- eminente pediatra que me salvó de la muerte segura a la que me llevaba la fiebre tifoidea-, Ernesto Núñez,- quien le encargó al doctor Flores Hidalgo el cuido post-natal de mi madre biológica y me obsequió la cuna usada por sus hijos para que yo durmiera-. Al resto de médicos que tenían sus clínicas allí, no los logro recordar, quizás, porque no tuvieron un trato tan cercano como estos últimos hacia con mi familia y conmigo mismo.
Mi madre de crianza, había trabajado desde hace muchos años como hacedora de oficios domésticos en la residencia personal del doctor Ernesto Núñez, quien rentaba esa inmensa casa donde yo nací. Mi madre fue después la encargada de la limpieza de los consultorios y de toda la "casona" -como le nombrabamos nosotros-. Esta mansión, propiamente dicha, pertenecía a la familia Meza Ayau, y había sido dada de alquiler a ese grupo de notables galenos para la ubicación de sus clínicas privadas.
Por esos días la calle Arce aún gozaba del reconocimiento de zona privilegiada, contando a lo largo de las cuadras que van desde la Basílica del Sagrado Corazón hasta el Hospital Rosales, de suntuosas mansiones pertenecientes a las familias más adineradas del país. Era en la parte trasera de esta mi primera casa, donde estaba ubicado el cine que lleva el nombre del ilustre poeta nicaragüense, cine cuyas puertas principales formaban la esquina en el cruce de la calle del mismo nombre –Rubén Darío- y la diecinueve avenida sur. Es a este lugar al que tanto debo de algunos de mis más gratos recuerdos de la infancia, pero en particular, al nacimiento, quizás, de cierta sensibilidad o gusto por el arte, que alguna vez, con el paso del tiempo, se convirtió en fuente perenne de alegría, hasta este momento de mi vida.
Ignoro quien tuvo ese nombre primero, si la calle o el cine. Y siendo un niño, escuchaba y repetía ese nombre desconocido para mí, sin saber a ciencia cierta a quién realmente pertenecía. Mi madre de crianza me cuenta que fue en las calles aledañas a este cine o teatro, que mi tío más querido inició el negocio de “cuido de carros” para los concurrentes a las funciones nocturnas. Por su ubicación, es de imaginarse, el lugar gozaba entonces de cierto prestigio como centro de cultura y entretenimiento. Por lo tanto, de alguna forma quizás, mi relación con este lugar empezó desde antes que yo naciera.
Saliendo por la puerta lateral del cine, que da a la diecinueve avenida sur, uno llegaba a la puerta principal de “mi casa”, con tan sólo unos veinte pasos. Fue en este cine entonces, donde derramé mis lágrimas de cuatro años por el triste destino de Dumbo y de su madre. Fue aquí, donde me nació, estoy seguro, ese deleite que siento por la música flamenca y el sonido alegre o melancólico de la guitarra. Y este nacimiento lo recuerdo nítidamente. Yo tendría ocho años, y en una ocasión, otro de mis tíos cercanos me llevó a un concierto donde escuché por vez primera, esa música que yo no conocía. Me absorbió ese baile lleno de pasión, ese sonido de guitarra y castañuelas, esa entrega de los cantos, esa vestimenta y quizás, ese gusto de contemplar el rostro orgulloso de una bailarina española. Me maravilló el sonido del tacón en la madera…
La casa de mi primera infancia fue vendida por sus dueños, y destruida totalmente meses después. Nos mudamos de ella, no sin un profundo dolor, y nos marchamos a vivir a un mesón enorme ubicado muy lejos de allí, en la cincuenta y cinco avenida sur y la calle Roosevelt. No obstante, siempre volví a este cine, a veces traído por mi abuela que gustaba de ver las películas de Cantinflas muy de moda en ese tiempo. Recuerdo con claridad la vez que vimos juntos El agente 007. Estábamos en la parte superior del cine, en las butacas más caras, - ya todos mis tíos trabajaban y podíamos gozar de esos recursos- y desde allí pude observar con más claridad las paredes del cine, mientras la gente entraba a la sala y las luces todavía estaban encendidas. Observé unas palabras, escritas a ambos lados de la sala, sobre aquellas paredes altas.
Cuando visitaba la sala siendo un niño de cuatro años, no reparaba en esas palabras, quizás las observé, pero no me interesaron. Luego, comencé a querer descífralas. Estaban escritas en letra de carta y me era difícil descifrar todo su sentido. Pregunté a más de un acompañante, quien talvez, me explicara lo que significaba y por qué estaban allí, pero no lo recuerdo. Lo único que recuerdo, es que hasta que no supe leerlas por mí mismo, no las comprendí, no fui conciente de qué eran, por qué estaban allí, o a quién pertenecían.
Las palabras del lado derecho de la sala decían:
“ La princesa está triste, que tendrá la princesa,
los suspiros escapan de su boca de fresa”
Las palabras del lado izquierdo decían:
“Ya viene el cortejo, ya viene el cortejo
ya se oyen los claros clarines…”
Sin lugar a dudas, fueron los primeros versos que mis ojos miraron; los primeros versos que alcancé a descifrar. Los primeros sonidos de palabras musicales que yo repetí.
Los vi frente a mí primero, sin reconocerlos, luego, los empecé a deletrear, hasta que pude leer todo su sentido. Al apagarse las luces, desaparecían a mi vista. ¿Quedarían prendidos de mi memoria o mi conciencia? ¿Quedarían como símbolos de eso, que con el tiempo, yo iba a vivir como poesía? ¿Qué producía ese efecto de la luz y la sombra sobre esos versos, en la sensibilidad de un niño?
Me alegra saber, después de treinta y tantos años, que esos versos que quedaban inconclusos, que iniciaban una melodía sin terminarla, que comenzaban un canto sin acabarlo, pero que empezaban con esa magia, con ese encanto, con ese misterio de lo que empieza a nacer pero que no está culminado, con esa fuerza musical que se atisba como las primeras luces de un amanecer, me alegra saber digo, que de alguna forma me iban a arrastrar,- como las notas de aquella guitarra en medio de la noche, y de esa voz apasionada del canto flamenco que mis oídos escucharon- hacia un destino en el que iba a quedar maravillosamente encantado con la música misma de las palabras.
El cine fue perdiendo su prestigio. Con los años, el cine Rubén Darío fue menos que una sala de cine barato, hasta llegar tan sólo, a ser un lugar conocido por la proyección de cintas pornográficas. Hoy sus puertas han cerrado. ¿Estarán todavía en sus paredes aquellos versos? No lo sé, pero para mi, ha quedado esa magia que su existencia derramó sobre la infancia de un niño pobre, que fue siempre, muy, muy afortunado.
Jorge Castellón
Houston, Texas.
Marzo de 2008
Mi madre de crianza, había trabajado desde hace muchos años como hacedora de oficios domésticos en la residencia personal del doctor Ernesto Núñez, quien rentaba esa inmensa casa donde yo nací. Mi madre fue después la encargada de la limpieza de los consultorios y de toda la "casona" -como le nombrabamos nosotros-. Esta mansión, propiamente dicha, pertenecía a la familia Meza Ayau, y había sido dada de alquiler a ese grupo de notables galenos para la ubicación de sus clínicas privadas.
Por esos días la calle Arce aún gozaba del reconocimiento de zona privilegiada, contando a lo largo de las cuadras que van desde la Basílica del Sagrado Corazón hasta el Hospital Rosales, de suntuosas mansiones pertenecientes a las familias más adineradas del país. Era en la parte trasera de esta mi primera casa, donde estaba ubicado el cine que lleva el nombre del ilustre poeta nicaragüense, cine cuyas puertas principales formaban la esquina en el cruce de la calle del mismo nombre –Rubén Darío- y la diecinueve avenida sur. Es a este lugar al que tanto debo de algunos de mis más gratos recuerdos de la infancia, pero en particular, al nacimiento, quizás, de cierta sensibilidad o gusto por el arte, que alguna vez, con el paso del tiempo, se convirtió en fuente perenne de alegría, hasta este momento de mi vida.
Ignoro quien tuvo ese nombre primero, si la calle o el cine. Y siendo un niño, escuchaba y repetía ese nombre desconocido para mí, sin saber a ciencia cierta a quién realmente pertenecía. Mi madre de crianza me cuenta que fue en las calles aledañas a este cine o teatro, que mi tío más querido inició el negocio de “cuido de carros” para los concurrentes a las funciones nocturnas. Por su ubicación, es de imaginarse, el lugar gozaba entonces de cierto prestigio como centro de cultura y entretenimiento. Por lo tanto, de alguna forma quizás, mi relación con este lugar empezó desde antes que yo naciera.
Saliendo por la puerta lateral del cine, que da a la diecinueve avenida sur, uno llegaba a la puerta principal de “mi casa”, con tan sólo unos veinte pasos. Fue en este cine entonces, donde derramé mis lágrimas de cuatro años por el triste destino de Dumbo y de su madre. Fue aquí, donde me nació, estoy seguro, ese deleite que siento por la música flamenca y el sonido alegre o melancólico de la guitarra. Y este nacimiento lo recuerdo nítidamente. Yo tendría ocho años, y en una ocasión, otro de mis tíos cercanos me llevó a un concierto donde escuché por vez primera, esa música que yo no conocía. Me absorbió ese baile lleno de pasión, ese sonido de guitarra y castañuelas, esa entrega de los cantos, esa vestimenta y quizás, ese gusto de contemplar el rostro orgulloso de una bailarina española. Me maravilló el sonido del tacón en la madera…
La casa de mi primera infancia fue vendida por sus dueños, y destruida totalmente meses después. Nos mudamos de ella, no sin un profundo dolor, y nos marchamos a vivir a un mesón enorme ubicado muy lejos de allí, en la cincuenta y cinco avenida sur y la calle Roosevelt. No obstante, siempre volví a este cine, a veces traído por mi abuela que gustaba de ver las películas de Cantinflas muy de moda en ese tiempo. Recuerdo con claridad la vez que vimos juntos El agente 007. Estábamos en la parte superior del cine, en las butacas más caras, - ya todos mis tíos trabajaban y podíamos gozar de esos recursos- y desde allí pude observar con más claridad las paredes del cine, mientras la gente entraba a la sala y las luces todavía estaban encendidas. Observé unas palabras, escritas a ambos lados de la sala, sobre aquellas paredes altas.
Cuando visitaba la sala siendo un niño de cuatro años, no reparaba en esas palabras, quizás las observé, pero no me interesaron. Luego, comencé a querer descífralas. Estaban escritas en letra de carta y me era difícil descifrar todo su sentido. Pregunté a más de un acompañante, quien talvez, me explicara lo que significaba y por qué estaban allí, pero no lo recuerdo. Lo único que recuerdo, es que hasta que no supe leerlas por mí mismo, no las comprendí, no fui conciente de qué eran, por qué estaban allí, o a quién pertenecían.
Las palabras del lado derecho de la sala decían:
“ La princesa está triste, que tendrá la princesa,
los suspiros escapan de su boca de fresa”
Las palabras del lado izquierdo decían:
“Ya viene el cortejo, ya viene el cortejo
ya se oyen los claros clarines…”
Sin lugar a dudas, fueron los primeros versos que mis ojos miraron; los primeros versos que alcancé a descifrar. Los primeros sonidos de palabras musicales que yo repetí.
Los vi frente a mí primero, sin reconocerlos, luego, los empecé a deletrear, hasta que pude leer todo su sentido. Al apagarse las luces, desaparecían a mi vista. ¿Quedarían prendidos de mi memoria o mi conciencia? ¿Quedarían como símbolos de eso, que con el tiempo, yo iba a vivir como poesía? ¿Qué producía ese efecto de la luz y la sombra sobre esos versos, en la sensibilidad de un niño?
Me alegra saber, después de treinta y tantos años, que esos versos que quedaban inconclusos, que iniciaban una melodía sin terminarla, que comenzaban un canto sin acabarlo, pero que empezaban con esa magia, con ese encanto, con ese misterio de lo que empieza a nacer pero que no está culminado, con esa fuerza musical que se atisba como las primeras luces de un amanecer, me alegra saber digo, que de alguna forma me iban a arrastrar,- como las notas de aquella guitarra en medio de la noche, y de esa voz apasionada del canto flamenco que mis oídos escucharon- hacia un destino en el que iba a quedar maravillosamente encantado con la música misma de las palabras.
El cine fue perdiendo su prestigio. Con los años, el cine Rubén Darío fue menos que una sala de cine barato, hasta llegar tan sólo, a ser un lugar conocido por la proyección de cintas pornográficas. Hoy sus puertas han cerrado. ¿Estarán todavía en sus paredes aquellos versos? No lo sé, pero para mi, ha quedado esa magia que su existencia derramó sobre la infancia de un niño pobre, que fue siempre, muy, muy afortunado.
Jorge Castellón
Houston, Texas.
Marzo de 2008
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