La fuerza del pensamiento.
I
La historia del pensamiento social, científico y filosófico, muestra como un grupo de ideas es capaz, por un lado, de impulsar, de agilizar hechos sociales, de promover cambios científicos y tecnológicos, o en su caso, de cambiar una manera de entender la realidad, como lo hiciera el gran Nicolás Copérnico, quien trasformó la manera de entender el universo y nuestra relación con él. Por otro lado, otro tipo de ideas coadyuvan a retardar la transformación de la sociedad y de la ciencia, en fin, el paso hacia una nueva visión del mundo y del futuro.
Aquellas ideas en claro movimiento, esas “fuerzas motoras ideales”, - a las que se refiere Federico Engels en la introducción a La dialéctica de la naturaleza- son esas que, dada su relativa independencia, su fortaleza, su apego a la dinámica misma de la realidad, son las únicas capaces de catalizar cambios sociales, es decir, hechos políticos, económicos o culturales; en muchos casos, son reflexiones capacitadas para provocar acciones de trasformación tan profundas, que se convierten a la postre en un hito en la historia espiritual de la humanidad. En su esencia son el espíritu de lo que sucede en una época, el ánima de una generación. Así lo fueron en su momento las ideas de la Ilustración, que prestaron su fuerza para ayudar a impulsar la Revolución Francesa.
En lo que al siglo XIX y XX corresponde, sobresalen las ideas del marxismo, y los movimientos revolucionarios del siglo XX al seno de los cuales aquella visión del mundo se manifestaba, y claro, las ideas de Sigmund Freud en el campo de las ciencias sociales. Marx y Freud, para repetirlo de algún modo, develaron la historia oculta de la sociedad y de la personalidad.
En esa misma dirección, se debe destacar el existencialismo de Jaen-Paul Sartre y su impacto en los intelectuales progresistas europeos de la mitad de siglo; sin dejar de lado, lo que significó la inmensurable influencia de las ideas de Paulo Freire en los movimientos políticos y educativos latinoamericanos,
Si bien una idea no actúa sola, -pues su fuerza se suma a las fuerzas de otras acciones económicas, culturales, religiosas o políticas que pretenden, o bien hacer que una determinada forma de conocimiento y ejercicio de poder permanezca, o que esa visión o ese orden político, se transforme-, en un momento determinado, las ideas se yerguen solas, se empinan por encima de los hechos, y como antorchas, alumbran el camino por delante en la senda de la historia universal, y en no pocos casos, su luz es tan intensa, que siguen alumbrando la ruta de generaciones y de siglos, hasta convertirse pues en un rasgo universal del carácter intelectual humano: en una forma de de pensamiento.
Por ello, el Renacimiento es siempre una actitud intelectual imperecedera; define a una persona que goza en abarcar la pluralidad de los conocimientos para conocer más profundamente la realidad del mundo. Por esa misma razón, la Ilustración es siempre un referente permanente de las ideas democráticas y más optimistas de la humanidad, quizá define a la persona que sin claudicar cree en una mejora posible del ser humano como ente dotado de razón, y consecuentemente en una mejora de la sociedad misma. Por su parte el Romanticismo, es siempre una manera de pensar el mundo como el espacio en que el ser humano y su pasión se manifiestan ilimitadamente en el pleno uso de su libertad creativa, produciendo esa “sinfonía coral” a la que se suma todo nuevo arte, toda nueva idea.
De esta suerte, entusiasta pluralidad, luminosa razón y pasión creativa, son los grandes atributos de aquellas personas que, con un pie en la tradición y otra en la creación, van generando las nuevas ideas de cada tiempo.
Al final, una idea destinada a permanecer es una idea que mira al futuro, mejor, es siempre una forma atrevida de ver el mundo; es una valiente pretensión que parece burlarse de una realidad que se presume imposible de superarse a sí misma, que dice -ufanamente- bastarse a sí sola. Y es que a la postre, un pensamiento que ha de tender a perdurar es al fin y al cabo, un reto, un duelo valiente con el mundo que se niega a transformarse o a ser interpretado. Puede que no sea escuchado en su momento, pero su fuerza no se extingue a causa de la sordera de ese mundo a la que esa idea cuestiona o pregunta. Es una idea que cree mucho en sí misma, en su juventud y en su fuerza. El futuro se encargará de resarcirle su brillo aplazado.
II
El Salvador no ha estado ajeno a la tradición y creación de las ideas. Pese a la ruptura de medio milenio entre el profundo pensamiento nahuat-pipil y el abigarrado pensamiento contemporáneo, el país no ha estado ajeno a la facultad excelsa del pensamiento universal. Escritores y escritoras, científicos y filósofos, mujeres y hombres de diversos sectores sociales, han enriquecido una cultura espiritual que se ha rehusado a ser marginal, pero sobre la que ha pesado el menosprecio y el silencio intencionado del abuso del poder.
Dentro de una historia en la que ha prevalecido la barbarie del militarismo por sobre la civilización de la democracia, caracterizada –como lo apuntaba en su momento Ignacio Martín Baró-, por la “la mentira institucionalizada”, la “deshumanización” y la “polarización social”, es fácil confundir en el discurso público del político o del intelectual, “las pisadas de los gansos en el fango, con las estrellas en el cielo.” Esa expresión de Víctor Hugo ejemplifica esa confusión intencionada entre la verdad y la mentira, entre la razón y la irracionalidad, entre la amnesia social y la memoria histórica, que priva a veces en el pensamiento y la palabra, de aquellos que han representado y representan alguna forma de poder social y político; y que están obligados a un dialogo permanente con la verdad y la justicia.
Dentro de este escenario, no obstante, han habido verdades que han prevalecido por su luz a lo largo de nuestra historia reciente. Junto al quehacer y al imperecedero legado de Monseñor Romero, conviene recordar que en lo que corresponde al pensamiento filosófico, dos son, probablemente, los momentos ejemplares del pasado más inmediato de la producción intelectual salvadoreña, a saber: la que se da en la tercera década del siglo XX y la que se produce en la octava de ese mismo siglo, es decir, el momento del Vitalismo masferreriano y el que corresponde a la Filosofía de la liberación ellacuriana.
Surgidas al seno de complejos momentos históricos, de álgidas coyunturas de confrontación política y militar entre muy definidos grupos sociales, ambos aportes de pensamiento se destacan por su originalidad y su aserción espacio-temporal, es decir, que vistos retrospectivamente fueron la sugerencia correcta en un preciso momento y lugar.
He ahí, las ideas de Alberto Masferrer para un país, para un continente y para una época que empezaba a perder su camino hacia el futuro, ya al inicio del siglo que hemos dejado atrás. He ahí, las ideas de Ignacio Ellacuria, en medio de esa trágica década de los años ochenta, al centro de una polarizada guerra civil, que se vislumbraba sin solución posible. Nacidas pues de la aguda interpretación de cada presente, de un esgrimir permanente con las contradicciones de sendos momentos históricos, ambos núcleos de pensamiento, fueron la justa sugerencia para cada encrucijada que hubo que atravesar.
La propuesta del Minimum Vital y la propuesta de la humanización del conflicto, del protagonismo de una “tercera fuerza”, y más en concreto, de la humanización misma de la historia nacional a través del dialogo y la negociación, quizá han de ser vistas como ejemplos de las visiones más acordes con las necesidades histórico- sociales de esos periodos. Ambos pensamientos tiene una razón y una pasión común: el apego a la realidad nacional, la prioridad por esa misma realidad y la preocupación por su trasformación. Pero aun más, ambas centran su esfuerzo en la formulación de propuestas para la realización de los Derechos Humanos de las poblaciones mayoritarias del país, es decir, la dignificación de las personas más vulnerables.
Empero, su vinculación y coincidencia matriz reside en esencia, en el objeto de su pensamiento: las personas pobres del país; en la concepción de ese objeto, como sujeto histórico y en el anhelo utópico y humanista para ese sujeto histórico: el respeto de su dignidad humana, que debe materializarse en la vigencia plena de sus derechos fundamentales y políticos –sociales.
Como sugería Ignacio Ellacuria, la primera asignatura es la realidad nacional y es esa misma realidad nacional la que está en el centro de la obra principal de Alberto Masferrer. Porque es ese pensar permanente sobre la realidad lo que inicia el camino de la trasformación de la sociedad.
Al final, ambos pensadores confirman con su obra lo que el importante filósofo José Antonio Marinas piensa que es la naturaleza del pensar filosófico: una actividad de servicio público.
Por lo tanto, la filosofía como servicio público, como instrumento del pensar la realidad puesta al servicio de un pueblo y de la humanidad toda, es una de las grandes enseñanzas de aquellos pensadores nacionales.
Jorge Castellón
Diciembre del 2011
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