El viaje del elefante.
La
historia de Salomón – que así se llama el elefante - en su viaje de Lisboa a
Viena a principios del
siglo XVI, podría no interesar a muchos. El periplo inusitado de este animal,
como un obsequio curioso del rey de Portugal al Archiduque Maximiliano de Austria,
convertido en cuento, más pareciera un paréntesis de holgura literaria en la
seria elaboración novelística de quien fuera en su día el premio Nobel de
literatura: José Saramago, el ateo más querido de los cielos, como una vez le
hube de llamar, con cristiana esperanza, a breves horas de su muerte.
La
novela o quizá, el cuento largo que es en si El viaje del elefante, no hace
otra cosa que confirmar que para el gran escritor, no hay tema que no pueda
elevarse a la altura de una gran literatura, y como alguien dijo una vez, no es
lo que se escribe sino, el cómo se escribe, lo esencial del genuino arte de
escribir. Saramago cuenta esta historia de una manara tal, que hace de lo
narrado y lo leído, un acto de placer, de gozo, de diversión, de distención
frente a la abrumadora cotidianidad de lo vivido.
Pero
no acaba ahí. Omitiendo reglas comunes de puntuación, e inventando una singular
compostura del texto, el gran portugués apareja a ello la más
justa sintaxis y la mejor fluidez narrativa, para así invitarnos a una lectura
que sugiere no tener interrupciones ni pausas, sin lo cual, dejaría de ser lo
que es: la narración viva y amena de un hecho que en su devenir va creciendo en
su interés para el lector. Después de las primeras dos o tres páginas, donde
uno – presa de alguna confusión o desaliento- duda del valor del cuento, se
inicia un encantador trote que al final se convierte en una larga cabalgata sin
fatiga, por plácidos llanos y mullidos senderos que uno no imaginaba.
No
obstante, lo que más encanta es el sentimiento que poco a poco va despertando
el libro, en la relación del narrador y el lector, y de éste, con los
personajes: la fraternidad, la agradable compañía. Es que Saramago, habla con
el lector como si se tratara de una conversación de dos personas que se
encuentran e inician un dialogo invitados por la mutua simpatía; narrador y
lector son acá dos viejos conocidos, que sentados juntos a la orilla de un rio,
conversan sobre el correr las aguas y el pasar de curiosos peces: narrador y
lector participan, como pocas veces en la literatura, como testigos de lo que
se narra, es decir, lo que frente a ellos va ocurriendo. Tanto así, que a
veces, su conversación, les distrae de los hechos.
Por
otro lado, vemos y sentimos a la enorme y placida bestia, y sobre su lomo, a la
figura de su humilde cuidador, como una -podríamos decir-, quijotesca
figuración enredada en las incongruencias de la sociedad humana. Y vamos
sintiendo por esas desvaloradas figuras de la historia universal, un cierto
apego, una nostalgia, por qué no, cierta tristeza de su brutal destino, que
solo son posibles por la ternura que un gran escritor hace despertar hacia los
seres que un día fueron o pudieron ser objetos del olvido de la humanidad toda.
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