Jorge González: el mito Mágico
Hay personas que
resisten una simple biografia, una descripcion
vana, una gruesa reseña, y que ameritan
la justicia de un estudio si no minucioso, al menos, tomando en consideración
su específica circunstancia social e historica, que permita así, sobretodo, empezar
a comprender la grandeza o la miseria, el significado o la intrascendencia, el
legado o el olvido, de esa vida que en
esa biografía se manifiesta.
La historia de
Jorge González Barillas, el “Mágico”, es una de esas vidas humanas que
enredadas siempre en el rumor, la leyenda, la estridente euforia, el ciego
fanatismo, la emoción espontánea de la multitud, el nacionalismo banal o la
rigidez del pensamiento, propicia y seguirá propiciando múltiples valoraciones
y juicios, muchas de ellas, tan superficiales como equivocadas; otros,
colocando su figura dentro del Olimpo imaginario de los seres que transitan a
capricho entre lo divino y lo terreno.
Solo uno cosa es
absolutamente cierta: si en el fútbol, cada movimiento pudiese escribirse, como
una partitura o un poema, El Mágico fuese, sin discusión alguna, lo que Amadeus
Mozart es para la música, o Arthur Rimbaud,
para la poesía. Poco nos interesa ya si el niño prodigio de Austria era un
disoluto, o si el precoz francés fuese luego un traficante: solo su talento nos
seduce. Nos sorprende su angustia por vivir y ser felices, y lejanamente
atisbamos tal vez, en cada una de esas vidas, una silenciosa soledad mermada a
ratos, ya sea por un Baco juguetón o por una delicada Venus.
Si bien es
cierto que una persona no se explica del todo por sus condicionantes sociales, no
es menos cierto que todo ser humano es en mucho su circunstancia personal, intima,
irrepetible; hilvanada ésta, por esos mismos hilos invisibles que amarran su
familia, su grupo social, su generacion,
al momento historico en que nace. Así, poco se ha hablado o escrito, de
esas circunstancias sociales, políticas y económicas, que conformaron las
condiciones historicas concretas en que nace y surge esta controversial personalidad del deporte salvadoreño, al seno
de uno de los paises más pobres del planeta.
Poco o nada se
ha reflexionado sobre esas condiciones, no solo personales y sicologicas, sino tambien, culturales y psico-sociales, que
de alguna manera fueron dando vida a una generación que acompaña el recuerdo de
éste, el más conocido deportista de la historia salvadoreña; y mucho menos,
nunca se ha valorado con justeza el verdadero significado que esa vida ha
tenido para la construcción cultural misma de un pueblo, y para la esencia de
un deporte, en este caso, el del fútbol mundial.
Resulta extraño
que esa valoración social, que esa actitud e idolatría compartida que existe hacia esta persona, por parte de diferentes y
antagónicos sectores y grupos sociales en El Salvador -un país absolutamente
dividido en sus ideas políticas y sus distancias sociales- no provoque una
explicacion que traspase el recuerdo del colorido de una cabriola, de una
pirueta con un balon, obviando con ello, preguntas inquietantes, como la del significado
que guarda la historia de la vida de este personaje, para la definicion de la salvadoreñidad,
o en su caso, para la representación social
de un modo de ser del salvadoreño, o de su cultura nacional.
Es que todo
grupo busca una idolatria. El ídolo es en sí una tendencia y una
representación; es un símbolo que engloba la forma en que el grupo se percibe y
concibe, y al mismo tiempo, la idea a la que tiende su ser. En otras palabras:
un ídolo es lo que somos y lo que queremos ser. Y más aún, un idolo es un mito:
le acompaña la leyenda, el misterio y la magia: vive acá, y aparece allá; es
algo que de súbito se trasforma en otra cosa; o simplemente, no se sabe donde está. En eso
es precisamente en lo que la cultura salvadoreña ha convertido a un hombre
llamado Jorge Gonzalez.
El Mágico, nace
en 1958 y su aparición profesional la realiza en 1975, a los 17 años de edad. Fue -visto retrospectivamente-, una aparicion tardía, dado lo que fue como
talento deportivo, inmerso en esa inexistente organizacion que en ese rubro social
ha caracterizado a la sociedad salvadoreña. La formación deportiva básica de
González, pues, como es conocido, se desarrolla en la calle, lejos de cualquier
academia, escuela o seguimiento de desarrollo de talentos. Surge en el predio
baldio de una populosa barriada del sur de la capital salvadoreña, donde aún residen
familias de trabajadores que en aquel
entonces, la nueva sociedad industrial comenzaba ha insertarlos a la
maquinaria de un pregonado progreso.
Y precisamente,
como se puede leer en ese extraordinario
ensayo titulado “La era del fútbol”, del filósofo argentino Juan José Sebreli,
es en la calle y con chicos de la calle, que nace ese maravilloso fútbol que hace
de la mentira, su esencia. La mentira, el embuste -como formas de sobrevivencia
de la niñez marginada de las bondades sociales de la industrializacion- se
convierte en una forma de ser y de existir, de sobrevivir. El engaño, así, es la esencia del fútbol silvestre de las
barriadas semi-urbanas del continente latinoamericano y por qué no, de los populosos
barrios salvadoreños.
Porque, qué es al
final una finta, qué es un regate, sino un
engaño, una manera de mentirle al otro: “Me paro frente a tí, y con un gesto, te hago creer
que correré por la derecha, cuando lo haré por la izquierda”; “te ofresco la
pelota, y cuando crees que la vas a agarrar, la levanto sobre tí, y te dejo
buscándola en el piso”. Algo así, parece
decir ese embuste de un futbol que nace de un carácter que se forma en lo marginal, en lo
transitorio, en lo provisional; en lo permanentemente inesperado que brinda una
cultura que tan solo ofrece a su niñez, una
posible represión, un agravio, una reprimenda o la violenta exclusión. Visto
así, Jorge fue el niño y el joven más mentiroso que ha tenido el futbol
nacional, pero aún más, el niño que inventó las mejores mentiras.
Es que en los
suburbios de nuestras ciudades, el espacio de juego, el predio baldio, la
calle, es un espacio temporal que pronto será reemplazado por cercados y nuevas
construcciones. Por lo tanto, la posibilidad de juego depende de la voluntad
ajena y no del entusiasmo por el juego mismo. El jugador, el niño, sabe que un día
el juego se acabará. Así, el futbol de
Jorge González, fue la dignificación del juego por sobre todas las cosas; la
alegria de unos niños en una noche infinita bajo la multitud de las estrellas
desafiando lo provisional - “para mí el fútbol es una diversión, no un trabajo”
diría en una entrevista-; y al mismo
tiempo, la invencion permanente de nuevas formas de engaño, nacidas de las
profundidas de una cultura donde la pobreza y la violencia perseguían y persiguen
a todo aquel que no se pueda defender con artimañas.
La infancia de quien
nos ocupa trascurre pues, durante la década de los años sesenta, precisamente,
en ese particular momento donde se
incuban para refulgir luego, los movimientos populares, pacifistas, de Derechos
Humanos, democraticos y revolucionarios alrededor del mundo, que han de tener
su máxima manifestación en mayo de 1968. Y en el contexto salvadoreño, es el
momento de formacion organizativa y politica de una juventud que para 1975, ha
de constituir amplisimos movimientos
sociales y politicos con diferentes perspectivas pero con un objetivo común:
trasformar de raíz a la sociedad salvadoreña.
Es decir, El
Salvador en los años sesenta, es una sociedad excluyente y ya muy
estratificada, que propicia la radicalizacion politica de la juventud nacida en
la segunda mitad de los años cincuenta, muy influida, de manera general, por la Revoluvion cubana, los movimientos de
Derechos Humanos abanderados en Estados Unidos por Martin Luther King jr.; los
movimientos pacifistas de músicos como John Lennon, frente a la guerra de Vietnam;
etc, pero sobre todo, por el vivir cotidiano de las familias en los cada vez
mas grades centros sub-urbanos del territorio salvadoreño, bajo un militarismo
cada vez más rancio, poderoso y salvaje.
En definitiva,
Jorge, pertenece a la generación más
contracultural, contestataria, y revolucionaria
de la segunda mitad del siglo XX
en El Salvador. No hay que olvidar que mientras Mágico jugaba, jóvenes de
su edad iban confornado los enormes movimientos de masas, sindicales y
revolucionarios que han de protagonizar una guerra civil a partir de los años
ochenta.
La característica
principal de esta generacion de líderes y liderezas; de artistas, de escritores
y poetizas, de deportistas y brillantes estudiantes, es la
inconformidad. Entender este sentimiento como rasgo psico-social de esta generación es
tan importante al querer comprender no solo la radicalidad y el
despotricamiento que hacen de lo establecido, sino, para evidenciar, lo que ya José
Ortega y Gasset mencionaba de las generaciones: las hay conformes e
inconformes, tradicionales e irreverentes. Llegados a este punto, dejemos mejor
que la historia reciente de ese pequeño país, hable por sí misma, de lo que una
generacion de ese tipo es capaz de hacer y… deshacer.
Aquella enérgica
inconformidad, aquel justificado disgusto ante el poder, la autoridad o el
control, que emerge de esa sociedad militarista, es tan solo una condicion de entre las muchas
que pudieran tal vez, explicar esa contradiccion entre lo esperado y lo real, en
la carrera deportiva de Jorge González.
Una persona no
se agota con lo general, ya se dijo. Lo individual es más complejo, más amplio,
más rico que lo general. No obstante, la identificacion de un rasgo general y
generacional, nos alumbra en la complejidad de lo específico de una
personalidad. En definitiva, es esa inconformidad frente al establishment, -en cualquiera de sus
formas, aun las que adquiere en la industria del fútbol mundial, donde cada
jugador es una mercancía-, lo que con porfiada terquedad y disoluta rebeldía,
ha de manifestar, noche tras noche, el Mágico.
Por ello, su figura en la cancha, esa sumisión al placer del juego, se
contrapone rotundamente, a su figura en la calle: su rebeldía ante el control y
la autoridad.
Momento, talento y aliento se separan y encuentran en esta
inusitada historia. Jorge es el talento en un momento irrepetible y
profundamente significativo, quizás el más, de la segunda mitad del siglo XX en
El Salvador. Y pareciera una figura solitaria que brilla sin rumbo, en un país
ya sangrado y sangrante en el instante mismo de su mayor cénit. Es alguien que
no cabe en sí mismo, ni en su tiempo, ni
en su lugar. Y que estuvo solo, sin saber qué hacer con su propia iridiscencia.
Hay que recordar que El Salvador es el único
país que ha participado en un Mundial de futbol, estando éste en plena guerra
civil: este es el momento de González. Cuando debuta en España (en un partido
entre Cádiz y Murcia) a finales de 1982, ya se ha asesinado a Monseñor Romero;
ya se ha realizado la matanza del Mozote con sus 700 niños y niñas
acribillados; ya se ha sucedido la matanza del Sumpul, ya habían muerto cerca
de la mitad de las 80,000 personas fallecidas en esa guerra.
Mágico es de alguna forma, un sano narcótico,
una feliz antítesis, una emocionante contradicción, un agudo contrapunto en el
coro de una tragedia antigua. Pareciera
que su alegría de jugar, quisiera compensar la tristeza de un país, su luto.
Pareciera que, inconcientemente, una nota discorde del réquiem de un pueblo, deseara
prefigurar el último brillo de una generación marcada por la muerte, que se iba
a extraviar en sus intentos. Ese fue el momento de Mágico, fue allí, donde
danzó su talento.
Por otro lado, la mayor consecuencia social de
ese momento histórico, fue no solo el resquebrajamiento de un país, de sus
comunidades y familias; sino también la migración masiva. Quizás por ello, solo
un salvadoreño que emigra puedo entender a un gitano: he ahí la amistad entre Jorge
y Camarón de la Isla. Deambulando desde entonces por el mundo, no hubo más
gitanos que 2 millones y medio de personas salvadoreñas. Y como éste es un
pueblo que nunca ha aprendido a cantar ni
alegrías ni desgracias, tal vez por ello, ese eco de dolor, ese grito de
soledad, esa punzante melancolía, ese apasionamiento triste de una voz que se
arrastra para desfallecer luego, fue el que pudo cautivar a un hombre en su más
acallada intimidad, en su más soterrada tristeza… venido de una lejana y
errante humanidad de judios, musulmanes y cristianos.
Pareciera también, que “Mágico”, hubiese representado – en su
juventud- esa confusión genuina de la salvadoreñidad: el de ser capaz de todo, sin querer hacerlo
nunca. No obstante, hay algo magnánimo en el caso que nos ocupa. Y acá viene la
grandeza del personaje. Para Jorge, ese
no llegar a hacer, se apareja, siempre, contradictoriamente -pues si una
cosa somos, es contradicción- a su gran
hazaña, esa que solo él ha logrado en la historia mundial del fútbol: demostrar ser el mas grande y optar, no por
la gloria de la fama y la opulencia, sino por la memoria de la gente más
sencilla. Y hacerlo por medio del respeto al sentido lúdico del deporte.
Jorge de una manera absurda y desquiciada, pero
certera y cuerda a la vez, reivindica la
dignidad del deportista al escapar – a su manera- del mercado de la oferta y la
demanda, y posicionarse en su voluntad propia de jugar por el placer de jugar.
A los centenares de deportistas que se arrojan al capitalismo del futbol
moderno, Jorge se opone, - júzguese la manera en que lo hizo como quiera
juzgarse-, con la alegría genuina de quien disfruta lo que hace por la cosa
misma de su hacer, y con ello se resiste a vincular cosas contrapuestas: juego y
dinero; diversión y poder.
Así, González lleva a su mejor expresión
-y representa de alguna manera-, ese
axioma del salvadoreño, que hace del juego entre el querer y el poder, un rasgo
de carácter nacional. El futbolista realiza con su vida deportiva, eso que nosotros pregonamos: “puedo pero no quiero”, y al realizarlo
aquel, nos lo confirma para nosotros, y para quien nos escucha.
Es que el salvadoreño, en una contradictoria
megalomanía “puede” hacerlo todo, pero “no quiere”. Es decir, se pavonea del poder hacer, pero se exalta más a sí
mismo, de no querer hacerlo. Por lo
tanto el “puedo pero no quiero”, es el distintivo que representa una
superioridad extrema frente a otros, que es tanto más, cuanto que la única
limitación de ese poder es uno mismo, es el no querer. Por otro lado, la
contraparte de esa megalomanía nacional, es el auto-ninguneo. El sentirse de
“ese paisito” nos excusa a veces, de muchas cosas, entre otras, de no sentirnos
capaces de hacer lo que estamos capacitados de hacer.
Reinvindicar el juego, la alegria; ser
genuinamente uno mismo en un mundo que te ordena la manera en que has de vivir
y de pensar; anteponer, el ser al tener, y escoger la amistad a la gloria
hueca, han der ser por siempre el sencillo legado de Jorge González.
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