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El jardín perfumado



El jardín perfumado.


Hay riquezas que en su sencillez, pasan desapercibidas. Nos acompañan, tan solo a la espera de un breve comentario, una ligera mirada de reojo o una simple interjección. Como parte de nuestra vida cotidiana, las especias, parecen esencias fútiles en un mundo que adora el brillo, el ruido y la pesadez.

Se dice que en el siglo XVI, al valor moral de una persona se le comparaba metafóricamente con el valor ¡de un saco de pimienta. ! Y las Cruzadas, el descubrimiento de nuestro continente, como la vuelta al mundo que realizó por vez primera Fernando de Magallanes, escondían a su seno la ambición por alcanzar  el lejano Oriente, es decir, la fuente misma de las raras especias.

Hoy observo un pimentero de alguna mesa, y me parece increíble que hace 500 años, se haya matado por un puñado de sus granos; se hayan urdido y ejecutado guerras por la posesión de la canela, la nuez moscada, el clavo, la mostaza.  Su valor, era para los comerciantes venecianos del siglo XVI, especialmente, una fuente inmensa de enriquecimiento y lucro. Se entiende entonces que esas especias tan solo alcanzaban las mesas de la aristocracia y la monarquía  europeas.

Sostener un la palma de la mano un clavo de olor o un grano estrellado de anís,  para olerlos tan solo, es entrar en la historia humana, pero, y  este es el énfasis de esta nota, en los olores mismos de la tierra. Su concentrado aroma, su particularísima esencia, hace de la pimienta o de la nuez moscada, del jengibre, la canela  o  el azafrán, secretos guardados que se escapan pronto para ir a satisfacer el goce humano.

Creo que les hemos olvidado. Creo que les hemos quitado su valor y su importancia para nuestro bienestar y felicidad en la mesa. Tan solo la canela, por ejemplo, depara en sus astillas, el olor mismo de una casa, el recuerdo dulce de una niñez salpicada de primores. Tan solo el olor del azafrán es capaz de definir con su olor, sin palabra alguna, lo misterioso, lo inexplicable, lo lejano, eso que llamamos inútilmente con la palabra exótico.  

El olfato, el sentido más primitivo –filogenéticamente- y con más connotación  emocional  – por su ubicación anatómica-  hace que el olor de las especias nos envuelvan con tal fuerza en su asociación con las cosas, que las  vuelven  ventanas abiertas al pasado,  sensaciones maravillosas del presente, desconocidas vivencias por venir.

¡No hablemos ya de las hierbas aromáticas!. Su sustancia es tan solida, tan genuina, que en su insignificante corporeidad, son las responsables de que los seres humanos conozcamos el olor y el sabor de eso que vagamente nombramos como  lo exquisito, lo delicioso, lo sabroso.  Y es que la hierbabuena, el perejil, el cilantro, el laurel, la albahaca, la salvia, el tomillo, el romero, son un universo de sustancias a la espera de la delicada labor de unas manos humanas que puedan revelar y regalar así, sus fragancias y sabores a los que se sientan a una mesa.

La cocina es una alquimia donde los ingredientes terrestres y marinos, la combinación de los mismos, la temperatura y el tiempo, crean el irrepetible olor y el genuino sabor que esconde la tierra, al que la aprecia.

Hay que extraviarse en esas minúsculas y sencillas profundidades de la naturaleza, en el aroma que los elementos construyen silenciosos; en ese mundo que se impregna en la memoria, en esa historia que se devela al olfato, al paladar y al espíritu nuestro, que aun porta algo que un día fuimos y que hemos olvidado: jardineros de la tierra.



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