La
ciudad de la esperanza
(Pubicado en Diario Colatino. Revista TresMil.San Salvador. 2010)
Fotografía: Diario La Página. El Salvador.
A
"…los tristes más tristes del mundo.
Mis
compatriotas, mis hermanos"
Roque
Dalton
A
manera de prólogo.
Un día aprendí lo que ya hombres, mujeres, niñas y niños de mi país han
sabido siempre tras aprenderlo en carne propia: aprendí como se debe de comer y
masticar una tortilla para que calme un hambre asesina: comerse primero sólo la
mitad y masticarla despacio, lo más
despacio posible, casi rumiarla. Luego, comerse la otra mitad, repitiendo la
operación. También, supe que el agua es lo más vital del organismo: tres días
de privación producen fiebre,
alucinaciones y obliga a beberla de donde sea, incluso del retrete.
Aprendí que un grito de dolor al ser escuchado, te puede hacer vomitar de
dolor a ti también. Que si uno va a
morir, y ama, desea por lo menos que aquéllos que te amen, vean tu cadáver y
sepan que has muerto. Que no sufran de no saber de ti.
Comprendí por qué, quien te trata como ser humano, y te habla, cuando te
encuentras tratado como no- ser- humano por otros, puede convertirse para ti, en
tu mejor amigo, aunque quizás no lo sea nunca.
Pero lo que quiero
contar no es en sí un suceso personal, por lo tanto, esto no pretende ser una
memoria. La intención primera es todo lo contrario: quiero compartir la
existencia de otros; personas con las que conviví en un momento de mi vida.
Personas que llevaron o llevan todavía quizás, la herida de la desgracia en el
centro de sus vidas y que como tantas otras, son seres olvidados dentro de su
propio destino, por aquello que llamamos justicia, ventura, suerte, dignidad o
bendición.
Eran las doce de la noche de un veinticuatro de diciembre de mil
novecientos ochenta y nueve. Con mis manos esposadas me secaba las lágrimas que brotaban sin cesar,
una por una, y pasaban rodando por mi cara. La celda estaba oscura, y por la
rendija de la puerta por donde nos observaban siempre unos ojos de hielo, se
escuchaba un jolgorio que en esa noche de navidad crecía en algún lugar
cercano. Eran voces, gritos y risas de
hombres invisibles: eran las voces de los carceleros que atravesaban el acero
de las puertas. Al cesar ese bullicio, escuché que comenzaron a sonar los
cerrojos: llegaba la cena de navidad: trozos de puerco, sobras del festín. La
mejor comida que tuvimos en once días de encarcelamiento… antes de
iniciar el viaje que voy a narrar.
Como
una entrada al Coliseo.
Éramos unas nueve personas las que arribamos juntas, y todos
llevábamos una mezcla de alegría y de incertidumbre que nadie que no viviese
esa circunstancia, puede imaginar. Sabíamos que a partir de este momento nada
pasaría a espaldas de nuestras familias. Sabíamos que estábamos ya bajo la luz de sol; pero también
sabíamos, mejor, imaginábamos, que lo que estaba por venir podía ser a su vez
peligroso, amenazador...o mortal. Más quizás en el fondo no nos importaba: uno
prefiere una muerte pública que una en el anonimato, es decir, dejando el suceso de la muerte propia en el limbo del
"puede ser", del "quizás", o del "tal
vez". Pues era una bendición para la familia, encontrar el cadáver de
algún ser querido; como era un privilegio a su vez, casi un milagro, salir de las cárceles subterráneas
de cualquier policía local, y pasar al sistema penitenciario con un nombre y un
número de caso. De alguna forma, se seguía viviendo.
Veníamos de las celdas de la Policía de Hacienda y estábamos en la puerta
de entrada a los patios del Centro penitenciario La esperanza, de la
ciudad de Ayutuxtepeque, en San
Salvador. Este es, aún ahora, el reclusorio más grande de El Salvador. Con una
capacidad para quinientos reclusos, en el momento de nuestro arribo “albergaba”
cerca de tres mil personas en un área aproximada de medio kilómetro cuadrado.
Según la información oficial en este mes*, dos mil ochocientas personas lo
habitan actualmente, de los cuales, sólo la mitad ha recibido condena. El
resto, está en “proceso”. Esto equivale
a decir, ¡sabrá Dios cuanto tiempo han
de permanecer en ese lugar!.
Mi estadía en ese lugar y en ese suceso, había sido una constante
más, ajena a la casualidad, pues nada
era casual por esos días: ser joven y ser universitario, siempre ha sido un
delito en países como el mío. Todo podía
tener una justificación, o si no lo
tenía, podía ser inventada, haciendo que cualquier mentira se convirtiera en la
más rotunda realidad.
Casi un siglo atrás, de igual forma, llevar un sombrero y un machete de
trabajo era suficiente motivo para ser asesinado, hasta que así se fueron
sumando decenas de miles de campesinos muertos, llegando a la consumación de
aquella Matanza que tan profundas consecuencias ha dejado para la
historia y la cultura social de mi país. Y para no ir tan lejos en el tiempo, para
algunas personas muy jóvenes, resulta imposible creer, hoy, que durante los días en que suceden los hechos
que he de detallar, como desde inicios de la década del setenta, cargar un
libro, un disco, escuchar cierta música, podía ser tan peligroso, que aquel
escucha o aquel lector, no pocas veces terminaba muerto.
Así entonces, en el atardecer inolvidable de un día de diciembre, entramos
a esta sitio, y al evocar ese momento me veo como dentro de
un grupo de gladiadores romanos –pero sin escudo y sin espada-, que en algún atardecer de otoño, esperaban con pavor que
la reja de metal se abriera para dejar libre el camino al centro de la arena, donde felinos hambrientos les esperaban
para devorarlos a la vista de la multitud que los iba a ver morir, sintiendo
por ellos tal vez lástima, tal vez… conmiseración. Los seis mil ojos que ese
momento nos veían entrar ¿Se condolían a su vez? ¿Se entristecían por nosotros?
o se veían a sí mismos, como cuando ellos
empezaron su propio viaje -a veces sin retorno-
al fondo de esta prisión.
Entramos. Luego fuimos conducidos –escoltados-a la celda del jefe
del sector tres, que era uno de los
edificios de la penitenciaría. Esta persona ante la cual fuimos llevados, era un hombre como de unos cuarenta y cinco
años, de gestos amables y voz estentórea, que llenaba de una gran energía cada uno de sus
movimientos. Al hablar con él, parecía
que uno estaba llegando a un campamento de verano o de montaña, y que él
era un guía que daba las recomendaciones de horarios, medidas de
seguridad, etc., gozando de un perfecto conocimiento del asunto, como alguien
que realiza un trabajo bien pagado que le satisface hacer. Vestía muy
pulcramente, con una camisa azul claro muy limpia y planchada. Más tarde supe que se hallaba cumpliendo una condena de veinte años, por un delito que
no intento mencionar.
Estando en esta celda a la que fuimos llevados, -que era, digamos, el
"lobby" del sector, y cuyas paredes color celeste recuerdo claramente también por su limpieza-, alguien
nos ofreció de comer. Comimos sin entusiasmo, sin hambre, por cortesía. Un
momento después, salimos para ser llevados a nuestro lugar de estancia indefinida.
El grupo había sido repartido en varias celdas,
y yo seguí al hombre de la voz fuerte por un estrecho pasillo, oscurísimo,
atestado de personas que iban y venían en esa pequeña ciudad, como yendo a
atender mil quehacer que en ese momento yo no podía adivinar ni tan siquiera.
Algunos me miraron seriamente a los ojos, diciéndome algo que nunca logré
entender, indescifrable. Me encontraba
en los pasadizos del castillo de las esperanzas perdidas, diría, y sus
habitantes llevaban en su frente el blasón convenido de la desconfianza.
Mi acompañante me dejó por fin a la entrada de lo que iba a ser mi celda:
la número 11. Este era un espacio dividido en dos habitaciones o alas, como de
unos cinco metros de largo por ocho de ancho. En uno de estas alas había cuatro
camarotes, por lo que se deduce que
igual número podía haber en la otra ala
-que nunca conocí por cierto-, y
que por lo tanto, con seguridad, 16 personas habitaban allí en total. Me enteré
que yo era el residente numero 23 de la celda, y muy inmediatamente concluí entonces,
que yo, no dormiría en ninguno de esos camarotes.
Al entrar aquí me recibió el “encargado” de celda y empecé a intuir algo
inesperado que me dio cierta calma. Era como entrever cierto orden o jerarquía
que tendría que venir de algún lado y, que si eso existía, tenía que haber de alguna
manera cierta forma organizada de convivencia, cosa que yo no imaginaba en un
lugar como este. El jefe de mi celda,
era también un hombre de mediana edad, que infundía mucho respeto, no sólo a causa de su edad, - era el segundo mayor de todos- sino,
por su
forma de conducirse con los demás: menos amable que el primero que he
referido, este ejercía su función de una forma casi militar, pero sin dejar de
ser respetuoso, usando el usted permanentemente, en lugar del tuteo al
que uno se va acoplando con el paso del tiempo. Me señaló el lugar que iba a
ser mi "cama": abajo del primer camarote de la entrada, al lado derecho.
Al avanzar unos pasos más adentro de la
celda, y no recuerdo si lo manifesté o lo dejé entrever, -mas era evidente que yo no llevaba nada conmigo, excepto la ropa que andaba puesta-; y si bien, venia
ya acostumbrado a medio mes de extremas circunstancias que sin otra opción,
tendría que seguir soportando, he acá que, estas personas me recordaron de
golpe, que yo también tenía que tener por ahí, en algún sitio, mi dignidad humana extraviada.
Y es que se produjo a mi entrada un acontecimiento
inesperado que ha quedado grabado en mi memoria para siempre. Un hombre, a
quien llamaban "El pájaro", se acercó desde el otro lado de la
celda - no me recuerdo si le vi al entrar-, y me entregó una manta casi hecha jirones, al tiempo que me decía...
creo: " Para que duerma". Yo tomé la manta entre mis manos,
sorprendido... Creo que ni siquiera le di las gracias a causa de mi confusión
con todo. Noté que me miró de forma
tímida y retornó a su lugar del otro lado de la celda, que como dije, nunca
conocí.
Aquel hombre, nunca me pidió nada a cambio por el favor prestado, y así esa
noche, me envolvió el tibio efluvio de la solidaridad en medio de la total
miseria y la absoluta carencia. ¿Adónde estará ahora aquel pájaro,
generoso, que compartió conmigo parte de su nido? Espero que vuele sereno, por
lo largo horizonte de la libertad…
Llegaron las seis de la tarde y la celda se cerró tras de mí, de
forma brutal, con un sonido que no me
gusta evocar, aun hoy, después de veinte años: metálico, frió, agudo e
indolente. Y todos enseguida me olvidaron entretenidos en sus quehaceres,
mientras yo me agaché para meterme en mi cueva, como a un refugio que al fin me
pertenecía y me daba cierta seguridad. Pero venia lo más impredecible: la primera noche en la celda de este… no puedo decir
incierto, si no, más que cierto lugar de
incertidumbres.
Es interesante ver como los seres humanos nos acostumbramos a todo, en el
amplio sentido del término. En un espacio reducido, 22 personas deambulaban y
convivían como seres que se habían asimilado al espacio, a los sonidos, al
tiempo de aquel pequeño mundo rectangular. Una vez se cerró - o fue cerrada- la
puerta de la celda, observé ese convivir
desde mi sitio: unos cocinando, otros comiendo, otros más allá ordenando no se qué de sus pertenencias. No
puedo evocar completamente, y aunque lo pudiera hacer, no podría describir cómo
el hacinamiento había moldeado a estos
hombres de tal forma que el diapasón de
sus movimientos se había reducido, sus giros se habían resumido y su andar
acortado, en el vivir y convivir de esta estrechez. Solo sus voces parecían
querer ir, volar más allá de sus
espacios, y al entrecruzarse todas, formaban un rumor de océano que me rodeaba
con un sentimiento indecible de miedo, de fatalidad y de asombro. Pues con el
correr de los minutos, yo me iba dando cuenta que yo ya era uno de ellos;
una de esas voces que venían de todas partes queriendo escapar a cualquier lado.
Éramos inquilinos del hacinamiento, hermanos de lo reducido,
miembros de la logia del destino incierto. Y la tarde se extinguía sobre los
condenados o los sin condena, sin importarle si sumar o quitar un día más, a la
existencia de tanto ser sin esperanza.
Al ir observando mi nuevo mundo, advertí que había una cocina destinada para
cada ala de la celda. O sea, una cocina para ser ocupada por once reclusos. Era
una cocina de gas, de una sola hornilla, negra y alta, muy comunes por aquellos
años en los hogares pobres de mi país. Algunos inquilinos ponían sus recipientes
al fuego y preparaban sus alimentos a
esa hora; otros, - me fui dando cuenta- compraban su comida antes de
entrar a la celda. También a esa hora, -
según observé-, era usual alquilar un aparato de televisión para el grupo, lo
que me sorprendió muchísimo.
El negocio funcionaba así. Un recluso, que quién sabe como le dejaban
andar afuera de su celda a esa hora, deambulaba por los pasillos cargando él
mismo entre cuatro o seis televisores. Previamente, entre los habitantes de una
celda se recolectaban los dos colones (veinticinco centavos de dólar por aquel
tiempo), que el alquiler requería, -si es que no había ninguna película
interesante esa noche que aumentase el costo del alquiler unos cincuenta
centavos más-. Después de recolectado el dinero y entregado al encargado que
deambulaba ofreciendo el alquiler; este sujeto aparecía luego con el televisor,
el cual era uno de esos aparatos pequeños, de nueve pulgadas, blanco y negro,
de tapadera anaranjado; y tras un procedimiento diseñado y conocido
previamente, el aparato era conectado y puesta la antena dentro de un sistema
de alambres que colgaban del techo. De esta forma, sólo Dios sabe cómo, la
señal se recibía regularmente. Recuerdo con angustia haber repasado las series
de Patrulla Motorizada- con sus antipáticos protagonistas-, los videos
de la Lambada – con sus para nada antipáticas bailarinas- y otros
programas que por esos días estaban de moda.
Con los días, y después de analizar mis gustos personales, mis compañeros
de celda me motivaban a contribuir a la cuota de alquiler, con la oferta de
dejarme ver el noticiero de la noche. Oferta que era olvidada intencionalmente,
en medio de una buena película en la cartelera del canal seis.
Como se puede deducir, me sorprendió todo este ritual: el uso de cocinas,
fósforos, alambres, hoyas, etc.; el negocio del televisor... pues uno
ingenuamente viene pensando en esas
celdas que ve por televisión, o lee en los
libros, en las cuales no existe nada más
que una cama y las irrestrictas medidas de seguridad que prevén un suicidio,
una agresión física o algo parecido. Así, en esas tres horas que iban de las
seis de la tarde a las nueve de la noche (hora en que las luces eran apagadas),
me encontré sorprendido en esa babel de costumbres, voces y utensilios.
En esta la primera noche, y antes de que las luces fueran apagadas,
ocurrió también algo que fue muy relevante para toda mi estadía. Y sucedió más
o menos así. Mientras mis ojos se adaptaban a este sitio, no se cómo me percaté de que había una cama al
fondo de la celda, entre las líneas de los camarotes, y que en ella yacía
un joven corpulento de cabellos largos, que no participaba de la rutina. Me
aproximé a él y le saludé. Después de presentarme y preguntarle que le sucedía,
me dijo:
-Es que esta gripe me ha tapado la nariz y me
cuesta respirar.
Brevemente – y por hacer
conversación-, le dejé saber de una manera que tal vez podía hacerlo sentir
mejor. -me refería a esa técnica quiropráctica llamada digito puntura- De forma
muy natural pareció confiar en mis palabras, mientras de mi parte, con una
actitud que únicamente puedo explicar a partir del espíritu de todo joven, me aproximé y le apliqué presión con mis dedos
cerca de la nariz y en el pecho. Después de unos minutos pudo respirar mejor.
Ese hecho tuvo muy interesantes consecuencias, pues este muchacho,
perteneciente a una famosa banda juvenil de un popular barrio de San Salvador,
se convirtió para mí en una especie banquero. Al día siguiente, estando de
regreso en la celda -y después de haber recibido la primera visita de mi
familia-, este muchacho se acercó y me dijo:
-¿Te dejó dinero tu familia? Si te dejaron pisto dámelo. Afuera te lo
pueden robar. Yo te lo voy a tener y si necesitás, pedime.
Sin mayor alternativa que ceder al temor, le entregué el poco dinero que tenia, sintiendo
que ésta no seria la ultima vez que iba a quedarme sin fondos monetarios. No
obstante, él me preguntaba cada mañana si iba a necesitar dinero y siempre me
entregaba lo que le solicitaba, .quedando él al cuidado del resto, siempre
haciéndome cuentas claras. Recuerdo que en una ocasión y a partir de un
malentendido, alguien me quería agredir
a la entrada de la celda y este personaje saltó desde su cama en mi
defensa... paralizando el hecho ipso- facto, con su porte ya
acostumbrado a esos gajes del oficio que se resuelven con un machete
improvisado –hecho en casa- en la mano.
Pero volviendo la memoria a esa primera noche… no sé como me dormí, creo
que me venció la fatiga. No sentí lo duro del suelo- amortiguado sólo por un
largo cartón-, y el calor de la sábana que me habían prestado fue el más cómodo
que quizás he sentido. Cuando se dieron cuenta que desperté, el jefe de la
celda me dijo:
_ ¿Verdad
que no durmió? ¿Creyó que lo íbamos a violar, verdá?
Yo sonreí como dándole la razón, y así empezó mi primer día completo en
mi nueva casa.
Cinco de la mañana: Un
tierno despertar.
Aún estaba oscuro, eran casi las seis de la mañana y alguien cantaba una
canción ranchera con todas las fuerzas de su garganta, por algún lado. Más que
cantar, gritaba al compás de la música de un programa radial matutino de cuyo nombre no quiero
acordarme. El grito se perdía en la oscuridad y se metía bajo los camarotes. Y
desde otro punto del espacio oscuro, alguien más gritó: "Callaaate hijoe
la gran puuuta"... Pero el cantó primero seguía impasible y más feliz,
con un tono ya mejorado.
Esa era la hora del tierno despertar, y eso suceso del canto y la injuria
se repetiría una y otra vez cada mañana.
Al abrirse las celdas, no pude
entender porqué cientos salían espantados hacia afuera como en una carrera
desesperada. Luego me enteré que iban a
bañarse, y después entendí que la carrera era en el afán de lograr una regadera
disponible bajo una posibilidad de uno sobre cien. Salí de la celda después de los corredores, afuera
había un mar de gente. El patio parecía
una feria de un pueblo lleno de pequeñas chozas, casitas improvisadas; esas
sillas plegables enormes conocidas como “haraganas”; templos protestantes semi-construidos,
toldos, carteles, etc. Antes de salir nos recomendaron que anduviéramos juntos, en grupo. De esta forma, uno de
los compañeros que había entrado conmigo
el día anterior, me esperó en la puerta de mi celda para salir al patio.
Caminamos como extranjeros o réprobos. Viendo a los lados más que asustados,
perdidos. Pronto localizamos el lugar común donde los conocidos solían sentarse juntos y permanecer todo el
santo día: había una división geográfica convenida entre los presos comunes y
los presos políticos.
Vi caras conocidas. Hablamos, comentamos. Y precisamente el día de
nuestra primera incursión a este mundo diurno, se iba a llevar a cabo un hecho interesante: un "diálogo de
paz". Este iba a ser sostenido entre
un representante de los presos comunes y un representante de los presos
políticos. Para su efecto, se había
colocado una mesa para dos al centro de un espacio abierto en medio del patio.
Y allí se sentaron dos típicos -y por
sus gestos y rasgos- fieles y dignos representantes
de sendos grupos: un más que diplomático comandante guerrillero y un más que
destacado personaje del mundo delincuencial apodado “El diablo”.
Los que nos congregamos alrededor, formando el auditorium, sólo
observábamos los ademanes, los gestos, lo serio del asunto... y el mutuo respeto. Era
impresionante haber presenciado en una cárcel, un dialogo de caballeros, allí
donde todo pudiera parecer imposible. Este fue un acuerdo respetado y tangible
que trataba de convivencia, de normas, de claros límites de territorios.
Concluida la reunión, los representantes se levantaron de la mesa estrechando
las manos.
Mientras trascurría el primer día fui conociendo aun más este mundo que
la víspera, lleno de más zozobra que ahora, no pude conocer en sus detalles.
Creo hoy, que la peor cárcel y la peor condena, es aquella en donde los
condenados pierden el afán de cada día, la pequeña meta de cada amanecer. Y
éste no era el asunto acá, por lo menos hasta donde mis ojos alcanzaron a ver. ¡Aquí
había mil quehaceres!, inventos en los que el día transcurría. Primero, los
cafetines. Eran negocios con clientela fiel. Muchos de nosotros nos
acostumbramos con el tiempo a desayunar juntos " a la carta", en el
metro cuadrado de uno de estos lugares, el cuál era administrado por un maestro
de escuela desde hace ya un par de años: “El comedor del profe”. El
menú: café Listo, huevos, pan francés y frijoles.
Abundaban acá, templos con
feligreses asiduos desde tempranas horas de la mañana. Sus puertas se habrían
temprano para los necesitados de palabras esperanzadoras que éramos todos.
Había talleres de carpintería, que si bien nunca visité, si hice uso de sus
productos, de una gran calidad y con un particular significado dada las
circunstancias. De allí provino en calidad de pedido especial, una rosa de madera tallada, que un día obsequié a la mujer que amaba por
aquellos días, y que ha de yacer olvidada en un rincón del tiempo.
Había hombres dedicados al trabajo artesanal por doquier, otros, jugando
sobre los tableros de damas; los de mas allá, reunidos en infinitas tertulias u
oyendo música alrededor de un aparato puesto en uno de los rincones del patio. Pero
el oficio que más recuerdo, y quizás el más significativo por su objetivo, era
el del "gritón". Este oficio era ejercido por un grupo de tres
o cuatro privilegiados cuya ocupación era, en días de visita principalmente,
esperar a nuestros familiares en la puerta de acceso al patio, preguntar por el
nombre del visitado -y por el costo de un colón, que eran unos doce centavos de
dólar en ese momento-, recorrer el patio atestado de gente gritando nuestro
nombre a todo pulmón para encontrarnos, y luego, llevarnos a recibir a nuestros
huéspedes. En fin, “el gritón" te traía felicidad con su
voz, al gritar tu nombre. Fue uno de esos hombres - cuyo rostro recuerdo-
el que cada día llevaba en su grito la
alegría de la visita de mi madre en medio de la mañana, y fue él mismo, quien semanas más tarde,
gritaría mi libertad a capela por
el patio, siendo ése el único grito de libertad que para mi ha tenido sentido.
Conocí a un reo al que llamaban “El doctor”, un preso político que
ostentaba con dignidad y humanismo un cuarto año de medicina y al que acudíamos
los necesitados de algún medicamento, una inyección o un consejo. Era un joven
lleno de amabilidad, que parecía estar allí únicamente para ejercer su
profesión, pese a las limitaciones del caso. Tenia un botiquín con el cuál, a
precio de costo, nos proveía sus limitados medicamentos, pero que eran abundantísimos,
en comparación a la clínica del penal, que sólo tenia aspirinas para cualquier
dolencia. Con los pies partidos por los hongos, acudíamos al doctor por muestra
dolorosa inyección de penicilina. El doctor atendía a todos: a los
acusados de robo, hurto, plagio, asesinato, contrabando, terrorismo, subversión,
etc.
Entre el grupo de los presos políticos el día pasaba entre recuerdos,
libros y a veces ajedrez. Otros integrantes se habían entusiasmado en aprender
carpintería u otras artesanías. Era como los otros, un grupo abigarrado,
diverso, distinto, pero era nuestro grupo durante el día. Cerca de doscientos compartíamos
una inmensa carpa bajo un frondoso árbol del patio. Allí conocí al familiar de un antiguo alcalde de San Salvador, y al que
nunca “pude” devolver "Un hombre de verdad", hermoso libro que
creo que leímos todos los allí congregados.
Conocí entre estas personas, a un hombre cuya memoria y movimiento había
sido profundamente afectada por una herida de bala en la cabeza, y que se
convertiría con el tiempo en uno de mis
amigos más queridos, al empezar juntos
la proeza de una rehabilitación que necesitaba de mucho coraje y fe - cosas que
a él le sobraban-, mientras yo me vi en la tarea de releer mis libros de
Alexander Romanovic Luria (un neuropsicólogo ruso), buscando las formas apropiadas de colaborar
con él.
Este fue quizás el único trabajo de rehabilitación que he intentado, y el
más feliz de mi vida por sus resultados. Un proyectil le había arrancado parte
del lóbulo frontal izquierdo y afectado zonas parietales del mismo lado. Mi
amigo no podía nombrar o reconocer objetos como mesa, tasa, silla.; su lenguaje
había perdido fluidez y su motricidad y sensorialidad derecha estaban perturbados
- Un dato curioso, él, entre las pocas cosas
que recordaba, estaba el número telefónico de su novia en México.- Confirme así, lo ya conocido de la influencia
de la emoción sobre la memoria: sólo recordamos lo significativo, y eso
sobrevive a todo, incluso a una bala que te destroce parte del cerebro. Improvisé dibujos de objetos y su respectivo
nombre escrito para que él las leyera; caminamos en círculos por el patio
estimulando su marcha, entre otras cosas.
A mi amigo lo llamaré Lázaro, y el día de mi libertad, lloré como un niño
al abrazarlo y despedirme para siempre de alguien que nunca olvidó la sonrisa y
la cordialidad. A veces le veía pelear con su mano derecha, diciendo entre
dientes: “Esta mano hijueputa”, mientras se empeñaba en aprender sostener
nuevamente un lápiz…Parecía reírse de si mismo en el intento, pero con la
confianza intrínseca, de quien sabe que ha de ganarle otra vez la partida a lo difícil
y lo adverso.
Seis
de la tarde de algunos de esos días.
Los
inquilinos.
Quiero comentar un poco en detalle sobre las personas con las que
conviví en mi celda, a partir de las
seis de la tarde - en mi lado de la celda. Referiré primero a un muchacho de unos quince años apodado “Chimbolo”
-tristemente recluido entre adultos- . Otros dos jóvenes, a uno le llamaré “Mardoqueo”
y al otro, le dejaré su apodo de “El Negro”, de unos veinte años ambos. Recuerdo también, a
un anciano sexagenario que purgaba una pena de dieciocho años, le llamaré “Chepito’.
Luego, estaba el jefe de celda y alguien a quien he de nombrar como “El
carpintero”, un joven muy sencillo y de trato amable, con el que hice también
una buena amistad, y cuyo consejo del primer día, siempre recuerdo… Como era
día de visita el siguiente de mi llegada, él se acerco a mí durante la noche y
me dijo:
-
“Si tiene visita mañana, no los despida en la puerta. Despídase en el
patio.”
No comprendí del todo la sugerencia. Pensé que era una regla del lugar, o
algo parecido. Entonces, a la hora que mi familia se marchaba por la tarde,
caminé con ellos hasta la puerta estrecha por la que se salía del patio y se llegaba
a los pasillos de la salida del penal. Al despedirme de mi madre y mis hermanos,
no pude evitar llorar y así regresé llorando a la celda. Al entrar, El
carpintero, - que dormía en el camarote encima de mi lugar- bajó y me dijo:
-
“Le dije que no fuera hasta la puerta. Uno deja a la gente en el
patio, porque así siente menos que se vayan y que uno se queda aquí”
Practiqué
su consejo con disciplina en los días que me quedaron en ese lugar.
Nuestra celda era muy limpia. Se realizaba la limpieza diariamente con
disciplina, pero lo más importante, pese a que
todos dejábamos nuestras pocas pertenencias allí, jamás un objeto fue
hurtado. Incluso, el día que yo por error, reclamé la perdida de un par de huevos
que faltaban en mi “alacena”... la ofensa fue tan grave, que recuerdo los
rostros mirando al tonto acusador, que al recontar sus posesiones descubría que
todo estaba en su lugar y tuvo que disculparse.
No sé si fue un hecho de la suerte mi estancia en esa celda y con ese grupo
de seres humanos. No altero los hechos. Pero en medio de la miseria y la tristeza que llenaba todo, nunca,
al cerrarse la celda, la dignidad y el
respeto eran olvidados. Nunca hubo un
altercado, nunca un insulto entre ellos. Eran caballeros hacinados que
preferían a veces el sueño profundo de los narcóticos, que la rabia desmedida
que provoca la cárcel.
Durante las tardes en la celda, se hablaba del día transcurrido y sus
sucesos. Se bromeaba con Chepito, de que
cuando le tocara salir ¿a dónde iría? Le hacían broma por su edad, y de que cuando estuviera libre, dado el
tiempo trascurrido, quizás se perdería y llegaría de regreso a la cárcel por error. Todo esto, mientas su joven
socio -Chimbolo- le entregaba las cuentas del día provenientes del
cafetín, negocio éste que cabía en un
costal, donde El chimbolo cargaba ollas, tasas, bolsitas de café instantáneo,
cucharas y platos.. Era quizás ésta, una relación paterno-filial en cierto
sentido, aunque nunca vi una muestra de
cariño entre ambos.
Aún con los años transcurridos, veo con claridad esas siluetas: la de un
anciano muy delgado, de camisas casi transparentes por el uso, y de andar
encorvado, caminando detrás de aquel joven moreno, de cabello grueso y ojos
tristes, tristes y llorosos que cargaba un costal al hombro, como mutuo
patrimonio.
Chimbolo vivía entre las drogas. Al llegar a la celda y después
de arreglar sus asuntos monetarios con
el viejo, buscaba en su bolsa unas pastillas, que al poco tiempo de beberlas le
hacían dormir profundamente. Cuando estaba despierto no articulaba palabra
alguna. Era muy tímido, y las veces que cruzamos las miradas, pude ver en sus
ojos los efectos que la crueldad del mundo y la soledad hacen en un ser humano.
Tenia quince años, estaba en una cárcel de adultos... olvidado de Dios.
Mardoqueo (mi banquero) y “El Negro,” hablaban de sus asuntos, de
sus cosas pendientes…, de viejos conocidos, y escuchaban música. Solían
escuchar música romántica, y así, "Cuando el amor se va" de
Roberto Carlos, se volvió una de nuestras, digamos, preferidas melodías de la celda. Otro par de
jóvenes, cuyos nombres he olvidado, acostumbraban de vez en cuando por la
noche, preparar sus pitillos de marihuana sentados a la orilla de sus camas, al tiempo que
me decían: “Espero no le moleste el humo”, para inhalarlos luego
cubriendo su boca con un vaso, y evitar
que aquel olor amargo se expandiera más allá de este estrechísimo albergue.
Había cosas que siempre rompía la rutina de todos nosotros. Por ejemplo, un
episodio entre cómico y cruel, en el que no faltaba el humor a causa de la mofa
grosera hacia aquéllos seres cabizbajos que
pasaban enfrente de la celda -después de cerradas-, como haciendo un calvario interminable, cargando sus
gigantescas grabadoras, sus almohadas, cobijas y demás, llenos de tristeza o de
rabia a causa de que su compañera de "cita íntima" – cita que se
programaba con una semana de anticipación-, no se había hecho presente al
encuentro… Y he aquí que el pobre prójimo tenia que cruzar de regreso los
pasillos, cargando su pena y su deseo burlados, escuchando un sin fin de
desagradables razones para tal ausencia.
También, más de alguna vez al amanecer, veíamos pasar el cadáver de algún
desconocido que era cargado adentro de esas grandes y horribles bolsas negras, que
había sido encontrado muerto en su
celda... misteriosamente. Misteriosamente en medio de una veintena de personas
hacinadas.
Los jueves y domingos, eran de fiesta. (Para los que siempre tuvimos
alguien que nos fuera a visitar). Por ventura, yo estaba entre los afortunados.
Un día antes íbamos a reservar las haraganas (sillas plegables), que
podíamos necesitar dada la cantidad de personas que esperábamos: Una silla,
dos, tres… o ninguna. Este monopolio de alquiler de sillas era ostentoso. Sólo
había un proveedor con el cual había que anotarse y pagar por adelantado el
valor de cinco colones (ochenta centavos de dólar actual) por silla. Luego, ir por la mañana a
recogerlas de entre los cientos de sillas disponibles y escoger un vistoso
lugar donde desplegarlas, improvisar un techo y esperar.
Chepito nunca esperaba visita. Tampoco Chimbolo. Por su
parte, El Carpintero, ya no esperaba más a su mujer y a su hija de tres
años. El llevaba ya dos años preso, y el hurto de cincuenta colones (seis
dólares actuales) le había robado su familia.
El
tiempo se arrastró sobre las horas, los días, las semanas y los meses
interminables, hasta que llegó el segundo aquel, en que mi nombre sonó en el
patio a las diez de la mañana… Lo último que escuché mientras corría hacia la
puerta fue ¡A quien le dejas las cosas! (el colchón, el recipiente de
los huevos; la tasa, el plato, el cartón, una toalla, la cobija obsequiada) Y como no pude hacer la elección en el
momento, decidí callar, a la espera de una justa distribución de mis recursos, que quedaron debajo de aquel rincón
que fue mi casa.
A
manera de un epilogo.
Cuando el sol se alejaba
silencioso cada domingo o de jueves, y nuestros seres queridos se marchaban a
esa hora fatal de las cinco de la tarde, nosotros éramos de alguna forma, al
regresar a la celda, nuestra propia y única familia, compuesta por los agraciadamente
condenados y por los desgraciadamente sin condena.
Solos otra vez, izábamos las velas de la nostalgia mientras nuestras
anclas, se aferraban sin quererlo, en la honda profundidad de la incertidumbre,
de los recuerdos de los seres queridos, de los “ojalás” y los “primerodioses,”
del limbo mismo de los condenados a no ser nunca condenados.
Han pasado ya veinte años de todo esto, y al contarlo, me detengo a
pensar sobre aquellas palabras de Borges al reflexionar de su
ceguera…”Todo hombre, debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento;
todas las cosas le han sido dadas para un fin…Todo lo que le pasa, incluso las
humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como
arcilla…La humillación, la desgracia, la discordia. Esas cosas nos fueron dadas
para que las trasmutemos, para que hagamos de la miserable circunstancia de
nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a serlo”
Y digo con Salarrué, que estos cuentos verdaderos, quizá tristes, “…del barro del alma están hechos; y donde
se sacó el material un hoyito queda, que los inviernos interiores han llenado
de melancolía. Un vació queda allí, donde arrancamos para dar, y ese vació
sangra satisfacción y buena voluntad”
Aquí y allá. Marzo 2008
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