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Monseñor Romero: La semántica de la vida.
(Publicado en Diario Colatino Revista TresMil , marzo 2012)
Aquello que nombramos
con las palabras a veces tiende a desaparecer, dejando en su lugar una
sustancia hueca que ya no significa nada. La ausencia del vinculo entre lo que
se nombra y la cosa en sí, entre el concepto y el objeto de la realidad que
este refleja, deja a las palabras en el vacío.
Ese abandono de la palabra misma en medio de la nada, es en su esencia,
una de las principales dolencias de
nuestro tiempo.
Alejadas de su
cometido, las palabras languidecen. Arrancadas de sus raíces, que yacen en la
tierra donde acaecen los hechos
humanos, cada palabra deja de ser lo que
es, para ser nada. Al no decirnos nada, el lenguaje pierde el elemento que le
da la vida. Como lo ha dejado escrito Susanna Tamaro en el titulo de su hermoso libro: Cada palabra es una semilla, lo que
nombramos debiera conllevar en sí la posibilidad de germinar a la vida
alimentándose con la fertilidad de su origen y floreciendo en su relación con
todo el universo: El origen de la palabra le da su virtud de ser creíble. Su
destino, le da la virtud de ser infinita.
No obstante, desde
hace ya mucho tiempo, las palabras con las que se nombran los grandes ideales
de la humanidad entera, han ido quedando huecas y estériles, porque lo que ellas
representan ha ido dejando de existir. El sonido de su oquedad remite a los templos abandonados donde antes
se veneraban con fidelidad los grandes dioses. El eco de su vacío es como un
rumor que emerge de sótanos y cavernas,
donde la vida ha ido a su vez abandonado
lo mejor que de ella tiene, para cada persona sobre el mundo: la posibilidad de
ser feliz.
Telarañas, polvo
y hollín recubre el sentido de aquello
que un día fue nombrado como Justicia, Igualdad, Libertad, Conmiseración,
Bondad, Bien, Belleza, Verdad. Como flores marchitas, como cáscaras de jugosos
frutos secadas ya por el sol, como cuerpos exangües, estas palabras no tienen
ya contenido. Son el vacío, la nada. Remiten a cosas que parecen para siempre
idas a raíz de su triste escasez.
El ruido del mundo, espetado por el poder – poder que se disfraza de variadas
formas-, se afana en recordarnos con su genuino cinismo, que sobre la tierra en
la que florecieron esas cosas ya marchitas, un jardín nuevo nos espera. Que
aquellos frutos otrora cultivados con tanto sufrir para su goce en el reino de este mundo, son la misma cosa que eso
que desde los foros, los púlpitos, los cubiles, los centros financieros y las
magnas asambleas, se nos ofrece: Progreso, Desarrollo, Amnistía, Libre Mercado,
Democracia, Olvido, Modernización,
Capitalismo, Partido, Patria, Salvación.
Cotejado con la
cotidianidad salvadoreña, las palabras más queridas antaño entre nosotros, han perdido lo que un
día fue su mejor virtud: su mágica capacidad de persuadir nuestra voluntad de
creer. La creencia en las palabras, su aceptación como signo de verdad, el
respeto que les profesábamos a su fuerza de vínculo humano; su naturaleza como
entidad creativa y humanizadora; su luz, como intención de libertad e
identidad, ha ido desapareciendo.
Nuestra cultura
es el culto abierto y aceptado de la
separación entre la palabra y su sentido: la pérdida de los significados más profundos de nuestra naturaleza
como seres históricos y sociales; como seres orientados por una ética universal
construida a dentelladas, que se empeñaba en la construcción del bien
esperanzadoramente, y en la contención terca,
de lo que podía llevarnos al mal.
El cotejo entro
lo que pretenden decir los conceptos y la acción humana que le precede y le
sigue, en el espacio del bien común y la
vida política, se ha desquiciado. Concepto-palabra y acción, han quebrado su
unidad y degenerado en la esquizofrenia. Tras la promulgación de un valor, le
sigue su contrario: al llamado de justicia, el acto alevoso; a la invocación de
la consideración, el abuso más cruel; a la solidaridad, el
desden y el desprecio; al bien social, el desprecio por la vida.
Lejos de ser un
problema lingüístico –semántico, es un problema ético-social. Sin darnos
cuenta, con el paso de los años, al tiempo que se corrompían los sentidos y los
significados de las palabras, se deterioraban las acciones humanas mismas.
El liderazgo ya
no se espera que sea asumido por las personas buenas, sino por las charlatanas;
por las desinteresadas, sino por las
avaras; por las sabias; sino por las cretinas; por las francas, sino por las mentirosas. Por
ello, las palabras que vienen de la charlatanería, la avaricia, el cretinismo y
la mentira, no puede jamás suplantar ni ser más grandes, que los ejemplos que se han visto venir de
los que han muerto en nombre de la Justicia, de la Libertad, de la Igualdad, de
la Bondad, del Bien, de la Verdad.
Al conmemorar la
muerte de Monseñor Romero, conmemoramos la muerte de una semántica aferrada a
la vida, donde el amor no era otra cosa, que el sacrificio último por los seres
amados; un amor tan inmenso, en el que se era capaz de entregar la vida.
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