Un experimentado Chef salvadoreño, que ha dejado las cocinas para dedicarse a conducir un camión de 18 ruedas
por todo el estado de Texas, y yo, nos dimos a la tarea de retar una de las
grandes y hermosas tradiciones culinarias, con el que quizás es el único plato
que reúne en la tradición salvadoreña, el mayor conjunto de variadas especies,
tanto las más aromáticas, las más dulces, como las más criollas y las más remotas: el
gallo en chicha.
Juntamos pues tiempo, paciencia, y sobretodo, amor por la cocina, y el
convivio familiar, y comenzamos por investigar; yo, particularmente, por seguir recordando…Por
rememorar tardes lejanas de la infancia en la cocina de esa grandiosa mujer que
fue mi abuela, cuya especialidad era precisamente ese plato que al parecer se
preparaba desde la época colonial, tanto
en el occidente del país, como en el oriente de Guatemala.
Recordé el color, la textura, el olor, la apariencia de aquella cornucopia
de sabores, de aquella ambrosia que probé siendo niño, después de algún día de
afán sin tregua de aquella mujer, que de haber querido, hubiese ganado todas
las estrellas Michelin de la alta cocina.
Traté de retrotraer las tareas que aquella querida anciana me encargaba en
la cocina: aplastando, machacando, vigilando, moviendo, lavando; los
procedimientos que ella ejecutaba; los ingredientes que de forma borrosa - tras
cuarenta años de distancia-, y en una memoria fragmentaria y difusa podía
nombrar. Luego, indagué en videos y páginas webs algo al respecto, encontrando
acá, tristemente, ¡tan solo un video! de una anciana de Sonsonate que explica
su receta, y algunas descripciones muy pobres de ese plato, pero que me dieron
una idea general del proceso y las variaciones de ingredientes, sobre todo de
la cocina de Guatemala.
Aclaro, dado el nombre de la receta, que la preparación se hace con chicha
o licor de maíz fermentado. A falta de ello, la sustituimos por cerveza, que
consideré, debía ser una ale de la mejor calidad y oscura. Y a falta de gallo, usamos pollo.
Iré narrando y describiendo los pasos y los ingredientes en cada etapa
simultáneamente. Así, la noche de la víspera, dejamos marinar dos pollos en
cuatro cervezas (use las locales de Texas, las de mayor sabor frutal).
Previamente había bañado sendos pollos en limón, luego los había cubierto con
mostaza y dejado caer cuatro cebollas grandes partidas en Juliana. Allí
quedaron durmiendo la noche entera.
A las doce del mediodía del día siguiente proseguimos. Cortamos los pollos,
apartamos y guardamos esa salsa que se formó de donde se marinaron los pollos.
Cortamos en trozos dos o tres libras de costilla de puerco y comenzamos a freírlas
parcialmente en un sartén. Luego en ese mismo sartén freímos ligeramente los
trozos de pollo.
Freído todo, los colocamos en una olla grande con el caldo donde se
marinaron y comenzamos el cocimiento. Mientras comenzaban a cocerse, partimos ¡a
martillazos! un viejo dulce de atado entero, hasta pulverizarlo, y se lo
depositamos al caldo inicial. Le
agregamos cinco clavos de olor ¡No más! El olor de esa especie es estridente. Enseguida,
agregamos vino tinto, casi media botella (usé una sobra de un Chianti que tenia
por ahí) y menos de media taza de vinagre blanco. Finalmente, decidimos, viendo
la cantidad de líquido en el caldo, agregar otras dos cervezas. Y como
consideramos que fuesen oscuras y de sabor frutal, escogimos dos ale inglesas (que se pueden encontrar en el
mercado salvadoreño).
Mientras el caldo hervía, nos dedicamos a hacer la salsa. Para ello, cosa
importante, hay que asar tomate, cebolla, ajo, ajonjolí, semilla de calabaza, laurel
y pimienta gorda. Para dos pollos asamos seis cebollas y más docena de tomates
medianos. Luego todo ello asado, lo licuamos para obtener una salsa pastosa, a
la que agregamos una taza de azúcar moreno. Se la vertimos al caldo junto a una
docena de ciruelas secas y dos puñados generosos de pasas….y esperamos alrededor
de una hora y media.
¡Sorpresa! El caldo no espesó, mas bien parecía una sopa. Sé que algunas
personas le agregan chocolate negro-amargo. Así que lo deshicimos en caldo
caliente y agregamos unas cuatro onzas. Seguía igual. Habíamos logrado el olor,
el color, pero no la textura.
Y he aquí, lo que significa recordar, es decir, sacar a la luz para que
brille, lo que duerme en el fondo del corazón a la espera de un momento único,
mágico, de la vida cotidiana, en el que
se indaga, se busca, se ocupa en reconstruir, o en un momento donde la
casualidad querida nos sale al paso y nos sorprende. Pues bien, mientras
discutíamos las formas mejores de espesar aquel cocimiento, recordé como si
alguien me lo susurrara al oído, repito: como si alguien me lo susurrara al
oído, así, simplemente, que usara harina
de pan viejo, pan duro, para nacer una harina para el caldo. Mientras lo
machacaba con una tasa, evoqué con claridad, en una imagen, el rodillo de
madera de mi abuela, y me vi a mi mismo, quebrando el pan, que yo mismo traía
de la tienda, sin saber para qué, hasta ahora, cuatro décadas más tarde.
Vertimos cerca de dos tazas de harina de ese pan y en diez minutos, todo
había cambiado. La textura era perfecta, la que yo recordaba, el color se
afianzo, y sentí, que lo habíamos logrado. Pero, dado mi temor, hasta ese
momento no lo había probado. Lo hice y me entristecí; era muy dulce. Pero
recobré el ánimo, al seguir un paso simple que ella ejecutaba: agregar sal
hasta recobrar el equilibrio: mejoró.
No obstante, había que dejarlo reposar. Apagamos el fuego después de dos
horas de cocción, y esperamos media hora. Dicen los que saben hacer las cosas
en la cocina, que el sabor sufre cambios con el tiempo de los cocimientos. Y
que la espera, el reposo, trabaja en esa dirección, a favor a su vez de la
textura.
Cocinamos arroz blanco, solo con sal,
y llamamos a la mesa. Mi corazón latía, pues era como si la vieja Toñita nos fuera a dar su
veredicto silencioso…sobre todo a través de mi mismo que lo probé tantas veces.
Lo probé, lo retuve en mi boca…y me incliné casi sollozando.. Me embargó
una linda emoción de orgullo, de amor y
de respeto. Comprendí, el valor de una tradición entre las gentes, en la
familia misma, y la maravilla de la recreación; de la herencia y del uso
sagrado de la misma; del legado y de lo nuevo.
Devoramos aquel legado, felices, que venia de tan cerca y de tan lejos; y
al final, brindamos por quien lo puso en nuestra vida con amor.
Dos noches después soñé a mi abuela… leía en una mesa, me vio y sonrió
luminosamente al verme, con un semblante sano, alegre y sagrado. La abracé y le
dije: “No sabes cuánto te echo de menos”, casi entre sollozos…y deserté.
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