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El abrazo



El abrazo.

Quizás abrazar es intentar seguir viviendo. Tal vez sea, aferrarse -en la deriva de las cosas- a lo más firme, a lo más seguro: el ser amado. Es decir, a una certidumbre tan frágil como lo es el amor, la amistad o el cariño.

Se abraza a la madre, a los hijos, al amante, al amigo. Se abraza lo querido como para retenerlo, o se debe decir, retenernos nosotros en ellos.

Abrazamos para confirmar nuestro amor hacia otra persona, pero también, para conocer, en la fuerza de su abrazo, el amor que de ella nos viene; para perdonarle, pero también para agradecer su perdón. Abrazamos para decir lo que en palabras no cabe, o para confirmar lo que hemos dicho, o para desmentir  lo pronunciado por humano error en medio de la ira o el descuido.

Un abrazo puede ser un gesto para protegernos y para proteger. Un acto para socorrernos y para socorrer. Pero, mejor, un ir hacia algo como un destino cierto  y luminoso en medio de lo oscuro -en el centro de la confusión a veces dolorosa de la vida-, al que bien llamamos consuelo, esperanza o fortaleza.

Es decir, abrazar es asir un camino certero, una ruta segura, una convicción pues, de algo que se busca, se anhela y se ansía: otra vez una persona en cuyo calor y fuerza abreva nuestro espíritu. Su fuerza real puede ser pequeña, pero su significado es del tamaño mismo del universo entero. Por ello, sentimos una energía vital indestructible al abrazar al hijo que nace, a la hija que duerme, al bebe que llora.

A veces, no se sabe quien abraza y quien busca abrazar: en un acto de dos, el abrazo, simboliza el uno, la complementariedad, la reunión, el encuentro o reencuentro de las soledades.

Entonces… ¿e s el abrazo un acto de amor o de duda? ¿Es una certeza o una inquietud? ¿Es un símbolo de algo que se tiene o de algo que se puede perder? Quizás todas esas cosas a la vez, pues abrazamos lo que nos pertenece o lo que estamos a punto de perder, o a lo que creemos pertenecer; lo que amamos o lo que tememos nos deje ya de amar; lo que conocemos o sobre lo que dudamos conocer. Pero es que a la vez, hay un tiempo en que ese instante del calor humano, hace reposar lo indescifrable, lo caótico, lo inestable: el abrazo es la suspensión de la continuidad de la vida por la vida misma, que sabemos que de suyo, siempre nos conduce hasta la muerte.

Abrazamos entonces porque sentimos temor. Por lo tanto, abrazar también es una búsqueda de refugio  momentáneo,  cuyo eco, en el breve sentir de esa fuerza, se mantiene con nosotros a través de los años. Siendo así, ya no es refugio, es una manera de vida que nos da seguridad y compañía en cada paso. Por ello llevamos con nosotros el recuerdo del último abrazo de la persona ida, o de la que nos hemos alejado,

Es que los muertos amados nos abrazan todavía desde su ultimo abrazo, nos aprietan desde su último esfuerzo  por abarcar la vida que dejan tras de si. Y nuestro abrazo, a la vez, se yergue en el mundo de los muertos, férreo, divino y carnal, desde un mas allá para nosotros por hoy desconocido.  Dicho de mejor forma: un abrazo liga la vida con la muerte a través de la fuerza de unos brazos que siempre son humanos.

El abrazo es reposo, es un segundo para ser y para estar. Es de los pocos momentos donde esas dos formas del vivir se reúnen. El abrazo, es grito, lamento, sollozo, suspiro, gemido; también canción de cuna, grito de guerra, rezo, plegaria; otras más es adiós esperanzado, y otras, un te adoro luminoso. Algunas veces, es un  dulce quédate, y otras, un resignado marcharse. Es confirmación, resignación, aceptación, cuido y gozo. Abarca todas las cosas humanas, menos las del odio.

A veces, nos abrazamos solos. En la angustia, la soledad, el desamparo, ese reflejo de la historia de la humanidad no nos abandona. Ahí, donde estamos dejados de todo, en la total nulidad,  acudimos al último recurso que el alivio tiene: estrechar nuestro propio cuerpo. La persona que no ha conocido ese recurso del alma humana, puede considerarse una bienaventurada. Pero es hermoso saber que más allá de la impotencia, la locura y la tragedia, aun nos queda un  vestigio de toda la historia humana al que podemos aferrarnos.

Recuerdo ahora una conversación de José Saramago donde relata que su abuelo, al ser llevado a un hospital de donde  sabía  que no iba a regresar,  abrazó cada árbol del patio de su casa despidiéndose. No es extraño ese sentimiento.  El hogar y el terruño, a veces el paisaje nos reclama un gesto tal. Porque las cosas inertes o vivas, que han crecido con nosotros, con las que hemos hecho la historia de la propia vida, y  a las que nuestra vida nos liga, también reclaman un abrazo: han mediado entre nosotros y las otras personas.

El germen del abrazo, nos precede. Hay vestigios de ello, en ese enlazarse que se da entre gorilas u orangutanes y que tiene su origen en esa búsqueda de proximidad de los cuerpos que vemos entre los pájaros en al seno de un nido, o en medio de los gélidos vientos del polo sur, cuando los pingüinos emperadores ejecutan un abrazo multitudinario para protegerse del frío unos a otros.

Es decir, el abrazo es un gesto que viene de lejos, y se pierde ya en nuestra memoria humana. Más allá desaparece. Por ello mismo, abrazar es recordar que hemos llegado a ser humanos.

 Houston, 10 de diciembre de 2013



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