Schubert: tiempo humano, arte divino.
Un buen escritor es aquel, que enriquece la vida de un
lector. Para ello, aquel escritor, tiene
un instrumento: su lenguaje; que haciendo de sutil envoltura, hace de un
tema, un regalo, mismo que recoge el lector, como un tesoro multiforme, para
correr sigiloso a su morada interior, y en la soledad ponerlo frente a sí, y
darse verdadera cuenta de lo que ha encontrado. A veces, ese curioso examinar y descubrimiento puede durar años, a veces, la vida entera.
Pero, cuando la dicha sonríe, ese descubrir conlleva un momento, un feliz
instante, un breve tiempo maravilloso
que hace, que tras apreciar lo encontrado y quedar seducido, se abra una puerta
por donde entrar a buscar nuevos prodigios, nuevos tesoros de sabiduría,
belleza o bondad.
Es que a veces lo encontrado es un espejo; otras, un
caleidoscopio. Muchas veces es un lente, pero las más de las veces, sin duda,
es una llave ligera y refulgente, que abre muchas puertas que uno ha visto
siempre cerradas guardando el misterio.
Yo he abierto una puerta cerrada, he entrado a un iluminado
aposento repleto de música, sí, de una música deliciosa, alegre, brillante, armónica, pero sobre todo, hecha de espontaneidad Llego a esta música, por un camino inesperado- ¡así
como deben de ser los grandes descubrimientos!-, guiado por la influencia
bienhechora de un artículo perfectamente escrito sobre un documental del reconocido pianista y compositor
norteamericano Seymour Bernstein, “Seymour:
an Introduction”.
El artículo ha sido escrito por el que considero uno de los mejores, si no el mejor,
articulista vivo en lengua española, a saber: Antonio Muñoz Molina; quien
semanalmente nos deja, en la revista
Babelia del periódico El País de España, una perspectiva novedosa sobre
variadísimos temas de la historia del arte, la biografía, la vida político-
social o la creación estética. Conduciéndonos,
con su prosa exquisita, a la vera de ese largo y complicado camino por
donde transitan las grandes preguntas sobre el milagro artístico, los misterios
entre la vida y la obra creadora; acerca de las finas particularidades de cada
forma de expresión del arte, sea literario, plástico o musical; dejándonos
pues, en la mano, una llave para abrir alguna puerta hasta ese momento ignota,
en el sendero de lo filosófico, lo ético, lo estético o lo psicológico.
Terminada la lectura del escrito, me dediqué con
interés a la búsqueda de aquel documental al que Muñoz Molina hacia referencia.
En esa búsqueda me encontré con breves entrevistas de Seymour Bernstein, una de
ellas, donde comenta una anécdota personal, al encontrarse por vez primera con esa
inefable melodía llamada en alemán Stӓndchen
(Serenata) de Franz Schubert, compuesta por él como un poema musical (Lied) a partir de un cántico de William
Shakespeare, y arreglada posteriormente para solo de piano, por Franz Liszt.
Seymour comenta como su madre lo encuentra sollozando
frente al piano una mañana, y al preguntarle el motivo de su llanto, él le
responde que nunca ha escuchado (ni tocado) algo más hermoso que esa melodía
que acababa de descubrir en un cuaderno de partituras. Seymour Bernstein tenía
tan solo seis años.
Stӓndchen fue escrita por Schubert de un solo tirón,
una tarde de verano de 1826. Fue una improvisación magistral sobre unas hojas
de papel cualquiera, en medio del bullicio de un restaurante. Fue una inspiración
súbita, de un hombre ilimitadamente
creativo, sensible, inquietísimo , turbulento, al que le restaba un poco más de un año de
vida mortal por delante, y toda la inmortalidad que tras de sí, lleva todo gran
artista, para relevarle después de la muerte.
La dulzura de Stӓndchen, de esa bella serenata, es
indecible. Sin equivocarse, el que le escucha, con-vive con un ser al extremo
sensible y dulce, que ha encontrado la exacta melodía para expresar un profundo
lirismo, una infinita ternura o una querencia que vive del encanto, el anhelo y
la melancolía. Es un poema de amor.
A mitad de esta breve composición, hay un momento en
que Schubert -o Liszt-, ¡no importa
quién!, ha dejado para la eternidad uno de los momentos más liricos de la
música; es ese preciso momento en que los acordes empiezan a juguetear con su
eco, es decir, que lo dicho con unas notas se repite con otras distintas, más
sutiles, más dulces aún, creando una imagen sonora indescriptible, que con
palabras humanas serían algo más que aquello a lo que adjetivamos con la
palabra primoroso.
Por obra de esa guía prodigiosa que hace que un
sendero se bifurque en mil senderos, como en aquel cuento borgeano, después de
escuchar dos veces aquella deliciosa serenata, decidí cerrar los ojos a la siesta
de la tarde, sin percatarme que la grabación traía consigo en secuencia otras
melodías del mismo compositor, que como gotas de lluvia en la ventana,
empezaron a juguetear con mi somnolencia
de tal forma, que creí que aquello era un sueño, un sueño sonoro. No podía en
ese instante situar aquel sonido cristalino en la vigilia, fuera de mí, o en la
onírica experiencia de los sentidos, que a veces crean imágenes imperecederas
que se disipan al despertar.
El tiempo en esa circunstancia es impreciso, no sé si trascurrió
un minuto o diez, lo cierto es que de alguna manera me di cuenta que era la
grabación que había proseguido y que esa música, tan sublime, tan tierna, tan
frágil, tan celeste, tan luminosa, tan serena, era real, alegremente real. Me
incorporé y leí los títulos en la pantalla: ¡eran los Impromptus! que yo nunca había antes escuchado.
Compuestos en 1827, los Impromptus son ocho piezas
musicales que Schubert escribe, y que se agrupan en dos grupos de cuatro. El
primero de estos conjuntos musicales es
conocido como Opus. 90 (D.899 en antiguo catalogo alemán) y el segundo, como
Opus. 142 (D.935).
En relación al nombre de la obra, impromptu es lo hecho sin ser planeado,
organizado, pero sobre todo sin haber sido ensayado. Una composición musical
que sugiere- dice el diccionario- improvisación.
No obstante, para los expertos en música, los Impromptus de Schubert no son
improvisaciones de ninguna manera.
Surgieron inicialmente como improvisaciones, pero fueron cuidadosamente elaboradas para
ser publicadas. Incluso el nombre de las piezas
no fue decisión de Schubert, sino de la casa comercial a donde las obras
fueron ofrecidas, por lo menos en lo que se refiere a las primeras obras del
conjunto.
Los primeros cuatro impromptus (Opus. 90) fueron
escritos entre el 20 de septiembre (fecha en que el músico regresa a Viena de
una estancia veraniega), y algún momento
del mes de octubre de ese mismo año; los pertenecientes al Opus. 142, fueron
escritos por su parte, entre ese mismo mes de octubre y diciembre del año en
cuestión. Es decir, en su conjunto, las ocho piezas fueron compuestas en un
lapso de tres meses y a tan solo seis meses de la muerte de Ludwig van Beethoven - acaecida el día
26 mes de marzo.
Pareciera que su gran admirador le honrara con uno de
los años más prolijos de su vida como compositor. Incluso, el único y último
concierto público de Schubert fue realizado en el primer aniversario de la
muerte del compositor de la famosa Quinta Sinfonía -26 de marzo de 1828-, lo
que dice mucho de la importancia que para Schubert tuvo la vida y muerte de Beethoven.
Hay que recordar que para el ilustre fallecido, Franz Schubert
era su sucesor musical, el músico que iba a sustituirlo después su muerte. Es
indudable que el joven compositor conocía esa opinión que de él tenía el viejo
maestro.
Los impromptus sugerirían pues, bajo este nombre, que
son arreglos escritos con la energía
creadora de la improvisación vertiginosa. Se diferenciarían de esas piezas de
música, que han requerido no solo un tiempo prolongado, sino, un esfuerzo
sostenido, que ha avanzado y ha retrocedido, donde se ha escrito y se ha borrado mucho. Por el jazz
sabemos, que el genio musical es capaz de esos lances, de hacer eternas esas melodías
que nacen en el mismo momento que son pensadas. Ya Bach y Mozart fueron a su
vez, grandes improvisadores. Lo que conocemos de ellos son esas innumerables selectivas creaciones escritas en
las partituras. ¡Cuánta más música surgida de sus manos se ha perdido para
siempre al rehusarse a ser escrita!
Como haya sucedido con los impromptus, la
particularidad de su origen, el carácter de ser o no ser improvisaciones, puede ser considerado de
varias maneras sin restarles nunca, en
ningún momento, sus excelsas cualidades
musicales, su perfección y su belleza.
La improvisación es un acto creativo que se da en el
momento mismo en que se ejecuta, mejor, la improvisación es lo que se sucede -se
crea- mientras se hace -en este caso-, música. Pero es difícil aseverar la
existencia o no de una idea previa del músico, antes de tomar su instrumento y
tocarlo. De haberla, ya no sería improvisación en un sentido absoluto o puro.
Por otro lado, la improvisación pura, que indudablemente todo gran músico
ejecuta, para sí o para otros, puede que después, sea repetida por él mismo o
por otros, y esa memoria de lo improvisado, pierde ya en un segundo momento, su
carácter espontaneo. No obstante, el músico podría improvisar sobre esa memoria,
y cambiar constantemente la originalidad de la obra primera, y así
sucesivamente hasta el infinito.
Así como el escritor -en las palabras de Alfonso
Reyes-, necesita publicar para no seguir corrigiendo toda la vida, el músico
decide en algún momento registrar su obra
en lenguaje musical, para que se vuelva composición, siendo que - las
palabras son de Igor Stravinski- “la composición es una selectiva improvisación”.
Por lo tanto, de la partitura de una pieza clásica ya
consumada y publicada desde hace más de un siglo -como la que nos ocupa-, hasta
un momento especifico de un concierto de jazz de estos días, corre un sinfín de
misterios creativos que en última
instancia, solo el creador –llámese aquí músico- quizás,
conoce.
Pero lo realmente paradójico de los impromptus es que fueron impresos y publicados muchos
años después de la muerte de Franz Schubert. Los del Opus. 142 lo fueron 11
años después -en 1939-; y el tercero y
cuarto del Opus 90, ¡30 años después de
la muerte de su autor! Un plazo igual a su propia vida, pues al morir, Schubert
tenía tan sólo 31 años de edad.
La prontitud con que fueron elaborados, la intensidad
creativa que las piezas demandaron en
esas doce semanas, no se corresponde en nada con lo tardío de su impresión y publicación. Pero de ello se desprende algo muy
interesante para la actividad creativa, a saber: toda obra dicta su tiempo,
mejor, el demonio o el dios que las engendra, y que posee al artista, impone su
plazo: ¡hoy o nunca! Sin importarle la prematura muerte o la longevidad del que
escribe o compone, sin reparar en los tiempos humanos. Si el creador no se
somete a esa voluntad, no le es dado el don creativo: hay que acatar ese
mandato misterioso, ajeno a la voluntad, al control, a la planificación, al
bosquejo. Es en ese sentido, donde los impromptus son fieles a su nombre.
Su tardía divulgación confirma, al mismo tiempo, la
idea que en última instancia el tiempo de creación de la obra de arte y la obra
misma, no se corresponden con el tiempo humano, y que la voluntad creativa, es
ajena a la voluntad de la persona que crea. Ya lo dijo de alguna manera Vargas
Llosa en relación a la literatura: no es el escritor el que escoge un tema, es
el tema que escoge al escritor -y se podría agregar-: y utiliza el talento de esa persona a su beneficio, porque
lo único que le interesa a la creación artística, es que lo bello, sea eterno,
que lo bondad de esa gesta del artista, perdure, y que la verdad de su misión, no se agote ni
con la muerte.
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