Vengo de un lugar muy transparente.
Hay cosas que con
los años uno ha dejado de ver. Cosas ya olvidadas para una generación - a la
que pertenezco-, y para esas otras jóvenes personas que nos han sucedido en el
tiempo. Hablo de una manera de vida y convivencia que la violencia, el terror y
la muerte han borrado de los paisajes urbanos de una ciudad como San Salvador.
Cuando uno las
vuelve a vivir en otra parte, reconquista su valor, su dulzura. Se recobra el
sentido de aquellas costumbres que un día formaban parte cotidiana de la vida;
delineaban nuestro horario, nuestros hábitos y nuestras formas de ser y estar
en ese lugar imaginario que hoy se ha disipado.
Después de una
larga espera de treinta y dos años vuelvo a la Ciudad de México –antiguo DF-, y
caen sobre mí como gotas de lluvia mansa de sus tardes, no sólo los recuerdos
de mi primer visita a este valle, siendo aún adolescente, sino, la manera
simple de la vida, el encanto nuevo de la rutina, eso que Javier Marías llama
“la agradable repetición de las cosas”: caminar, jugar, conversar, comer, observar,
descubrir.
No recuerdo la
última vez que he caminado por un barrio de puertas y ventanas abiertas, de
fluir de gentes y de voces, con un andar confiado y sin prisa, como el que he
vivido en los suburbios de la Ciudad de México. Me hospedé en una casa ubicada
en un barrio a las afueras de la capital, llamado Naucalpan. A treinta minutos
en vehículo del gran Zócalo, cuando aun las calles están vacías de tráfico,
tiempo que puede triplicarse si se viaja en “combi”, autobús o Metro, Naucalpan
es un barrio de casas apiñadas una sobre de otra- literalmente-, sobre antiguos
cerros y colinas del noroeste de la capital.
De este barrio
procede Ana Gabriel, la famosa cantante, y El Santo, el famoso luchador de los
años setenta. Y entre sus subidas y
bajadas empinadísimas, reté, el primer día, la altitud sobre el nivel del mar
de esta urbe, cargado de la bolsa del mercado, dándome por vencido en el primer
intento de escalar una de sus cuestas. De lado a lado, un abigarramiento de
casas multicolores, hechas al capricho de los vaivenes de la vida, me
observaba. En cada casa, una o varias familias comparten diferentes niveles de
una misma vivienda, que puede alcanzar hasta cuatro pisos habitables.
Hay un hermoso
detalle en cada casa: la profusión de plantas en cualquier espacio disponible
de la entrada, los muros, las gradas, los pilares o los aleros. Existe un
ímpetu evidente de decoración de cada pequeño espacio con plantas diversas sembradas
en macetas de barro o usando recipientes de distinta procedencia.
Lo destaco
por su énfasis; lo destaco por ser una manera pronunciada del espacio y del
espíritu de vida en este barrio. Barrio popular, donde abundan a su vez las
taquerías, talleres, panaderías, tortillerías, tianguis o mercados permanentes
o estacionarios; las pequeñas tiendas de abarrotes, las ventas de tamales en
las esquinas o los puestos de pan en las
cunetas.
Naucalpan es un pueblo vivo que despierta y te
despierta muy temprano. El ruido de motores, de bocinas, de gritos desconocidos
de vendedores ambulantes pone un alto al sueño más celoso o más profundo. Y así
empieza un día donde el tiempo, tiene otro tiempo, que va del saludo, al agua
del café, al disfrute del café en compañía. Una hora es un tiempo muy largo, un
día son muchísimas horas.
Pero quiero
destacar en esta parte de mi historia, la vivencia y el quehacer de este lugar al caer la noche.
Me propuse para
ello, acompañar todos los días a mi anfitrión a recoger a su hija a la salida
de la escuela. Es esta una preparatoria o bachillerato, que en su turno
vespertino, termina su horario ¡a las nueve de la noche!
De esa escuela, cientos
de muchachos uniformados salían y formaban grupos de amigos por las calles
aledañas; unos para conversar mientras caminaban; otros para fumar juntos, y
los de más allá, iban al encuentro con su enamorada o su novio, para luego, en
ese caminar lento del noviazgo, sin mayor prisa que la de demorarse lo más
posible, irse quedando en las esquinas.
Mientras
caminábamos de regreso, observaba las ventanas abiertas de las casa, su luz doméstica.
Vi personas a la mesa, o viendo televisión. Presencié tiendas abiertas muy
iluminadas donde los transeúntes se detenían a comprar sin apuros. Me asombré al ver a dos policías “taquiando”
en una esquina, de espaldas al flujo de personas. Observé ventas de ropa y de
juguetes con un enérgico movimiento de clientes; gentes sentadas comiendo una
torta, una hamburguesa, un pollo frito; sobre todo, vi niños caminando solos
por la calle.
Dejando el área
comercial, volví a ver algo perdido en mi memoria: pasajes estrechos donde
muchachos jugaban al futbol por la noche. En derredor suyo, amigas, novias,
hermanas o primas conversaban y la gente adulta, recostada en los umbrales de
las puertas abiertas, tomaba el aire fresquísimo de esta tan sólo inusual hora,
para este desconocido que miraba.
¡¿Qué encanto tenía todo esto?! ¿Por qué me trae nostalgia y añoranza,
alegría y bienestar? Quizás porque los salvadoreños hemos dejado atrás hace
mucho tiempo esa vivencia a la luz de los faroles. Quizás, porque pese a la misma estrechez, la
misma lucha y la misma pobreza, México todavía tiene o conserva algo, que
nosotros hemos perdido para siempre.
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