Los dos libros
de Rulfo.
Entré a la
librería Gandhi que está al frente de El Palacio de Bellas Artes, sobre la concurrida
avenida Juárez, de la Ciudad de México, con la excitación y la convicción de poder
descubrir en sus estantes cualquier obra
que me propusiera adquirir. No obstante, al finalizar de subir el sexto escalón
que de la calle lleva a su entrada principal, supe que debía nada más, por el
momento, recoger lo que me estaba esperando desde hacía décadas: las obras de
Juan Rulfo.
Le dije a la
amable persona que me atendía que sólo deseaba los dos libros de Rulfo. Mientras luchaba por no sumergirme en ese
océano de libros, y leía con fingido desinterés la contraportada de la única traducción al español de El fin del homo sovieticus, de Svetlana Aleksiévich, -hecha por esa
sobresaliente editorial que es Acantilado-, las obras de Rulfo llegaban a mis manos.
Sabiendo que
volvería, pagué los seis dólares de costo de cada libro, corrí escaleras abajo
buscando la calle y el café más cercano, para con alegría acariciar esas
páginas y dar por cumplido ese rito que me había prometido: cuando regrese a
México, lo primero que he de comprar serán los libros de Rulfo.
Comencé a leer sus
cuentos al fondo de un patio rodeado de plantas, sentado junto a un nopal al
que le había germinado una flor, en una tarde de cielo gris y viento frio, llevado
por el recuerdo que desde hace años he llevado en mi memoria, de la imagen de
aquel hombre que se tambaleaba al caminar, cargando a su hijo a sus espaldas; rememorando
esa conversación – o monólogo-fantástica, dolorosa, trágica y profunda, que
resume la esencia misma de una tragedia humana universal; que dibuja el perdón,
la piedad, la fidelidad y la honradez; el remordimiento, el arrepentimiento,
quizás el amor y la manera en que en el corazón humano se aprietan el bien y el mal, la fatalidad y la
esperanza.
Terminado el
libro, un silencio persigue al lector, quizás de por vida. Ese silencio que
rodea una convicción, un temor o una certidumbre: el de haber agregado un
universo más al infinito mundo de la vida.
Pero… ¡¿qué
puedo yo agregar o comentar de la obra de Juan Rulfo?! ¡Qué voy yo a mencionar
de esa brevedad maravillosa que iluminara a García Márquez, tanto como a Jorge Luis Borges! Hay obras que hablan
solas.
Al final de su
vida, en su recelo, su parquedad y su tristeza, sumergido a veces por la sombra
del dolor de su niñez, Rulfo nos
demuestra que un escritor, que una escritora, es al final, su obra.
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