Coyoacán la bella. ¿Cómo no hablar de una experiencia que te ha dejado una marca de por vida? ¿Cómo no hablar de algo que te ha tocado con tal primor las cuerdas de la emoción, afinándolas a tal punto, que te prepara para un mejor placer de nuevos momentos de arrobo, de descubrimiento, de sorpresa, de embeleso? Es que a veces hay una complicidad deliciosa entre lo que encuentras y lo que necesitas; entre lo que buscas y lo que te sale al paso, o entre lo que sueñas y lo que, de repente, tienes. Llegar al Jardín Centenario de Coyoacán fue para mí como beber agua fresca, después de un largo peregrinar bajo un ardiente mediodía de días que no acaban. Este sitio es un reposo, un descanso, un oasis; un paraje donde el tiempo corre con lenta dulzura, en apacible fluir, casi, deteniéndose, lleno de una límpida intemporalidad que retrata siglos. Fue tanta mi emoción, que pedí detener el paso para buscar una de sus verdes bancas y sentarme, con las manos en la c