La casa de León Trotsky
Pasé de largo la casa
de Diego Rivera y Frida Kahlo, con un sentimiento ambiguo de acometer un acto iconoclasta y la convicción de saberme disculpado. Allí estaba
esa casa pintada de un vivo azul celeste, a cuya puerta y paredes se arrimaba una larga fila de medio
centenar de personas, y que parecía decirme: “Y tú pa dónde vas, no ves que
estoy aquí”. Mientras yo creía responderle:”Te veo horita, voy a ver a tu antiguo
huésped”… sabiendo que quizás no volvería.
Caminé entonces las cinco
cuadras que separan aquella casa azul del
lugar que era mi destino, cruzando la
calle Londres, luego la Berlín, para encontrarme, como un preludio inesperado, con un sitio que también buscaba, -motivado
por el titulo de una de las obras de Sergio Pitol: El mago de Viena-. Es que
allí, en esa misma calle Viena a la que había llegado, allí donde ella se junta
con la calle Morelos, encontré esa otra casa
de muros ya envejecidos de un color
verde pálido, y que delata, por
su desgaste de mil lluvias, que otrora quizá fue blanca y luminosa, cuando
estuvo en medio de un bosque ya perdido donde abundaban los coyotes, y que
ahora es la bella Coyoacán. Sobre el muro de aquella esquina, pude ver una
placa circular, bien conservada y adornada en su circunferencia por motivos
azules, como un plato de fina talavera poblana, que rezaba: Casa León Trotsky.
Se entra a la casa,
no por donde solían hacerlo sus antiguos residentes a finales de la década de
los años treinta, sino, por el lado que da a la Avenida Rio Churubusco, que en
esa época era un rio-. A esta casa, con el correr de aquellos años, se le
fueron añadiendo muros, para tapar ventanas; paredes, para cubrir cercas, y a sus
esquinas, pequeñas atalayas, que le fueron dando la apariencia de un viejo castillo
medieval.
La primera impresión
que causa una vez se está adentro, es el de una amena serenidad. Sus muros parecen partir el exterior y el
interior de manera rotunda, y uno tiene la sensación que ha quedado encerrado
en un mundo aparte, lleno de silencio y detenido en no sé qué tiempo.
Se accede a ella por el área de los antiguos
gallineros y jaulas de conejos, animales a los que el antiguo residente de la
casa cuidaba con afán. Allí están esas jaulas verdes, vacías de vida, como un
recuerdo hueco; más allá, los cuartos de los guardias, separados físicamente de
la residencia principal; y luego, el gran jardín, que se ubica al centro, con
breves callecitas que comunican hacia los diferentes partes de toda la vivienda.
Predomina por doquier el verde profuso de la grama, los helechos y las hiedras sobre
las paredes. ¡Que linda ha de ser la lluvia cuando cae en esta casa!
Adentro, aun los
objetos más sencillos han quedado congelados, detenidos en su rutina domestica
en un día ya olvidado, que vuelve
momentáneamente a la vida al contacto de la mirada: tasas, platos, manteles,
camas hechas, una tina de metal, ollas, plumas, antiguas maquinas de escribir,
radios, teléfonos, vasijas…
La sala de trabajo o el
estudio -muy bien equipado- alberga tres
escritorios, donde uno se imagina a
asiduos secretarios que sobre ruidosas teclas, acaban cartas, editan artículos,
escriben notas o reseñas y toman
dictados. En una esquina de ese estudio hay un radio, modernísimo para su
época, donde el revolucionario ruso escuchaba las noticias del mundo, y más
acá, enfrente de la puerta que ve al jardín, un estante de libros escritos en
francés, ruso e inglés, tres de los seis idiomas que León Trotsky dominaba.
En el interior de la
casa, destaca por sobre todo lo demás una habitación que da al comedor, donde
se halla el escritorio de trabajo del famoso camarada de Lenin. La mesa es
amplia, ordenada y limpia con un mapa de México empotrado a espaldas y bañada
de luz por una ventana lateral, que no da a la calle, sino a un sector del
jardín. Frente al escritorio, a unos
cuantos pasos, hay una sencilla cama, y
uno cree escuchar los tres pasos de un hombre sexagenario que en la madrugada,
después de arrojar sus lentes sobre la superficie de la mesa, se deja caer
vencido por el sueño.
Los libros en esta
habitación se mantienen pulcros y ordenados en una larga librera, protegidos del
tiempo con un cristal, y llama mi curiosidad la existencia, entre otras, de las
obras de Jean Paul Sartre, que me crea una confusión de fechas. Al indagar su
procedencia me informan que la casa continuó siendo habitada por el nieto de
Trotsky hasta la década de los años setenta, lo que explica que haya habido en
el cuarto del gran refugiado ucraniano, obras posteriores a su muerte.
Afuera, en medio del
jardín, descubrí de súbito, el intensísimo color rojo de una bandera atada a su
asta, pero que se ha dejado caer ella misma sobre el lado derecho de un
mausoleo; una bandera yacente sobre un nombre propio y ese antiguo escudo,
labrado en el concreto de este rectángulo erguido: una hoz y un martillo,
impresos en la piedra gris, marcando un vacio, como si un día hubiesen sido
arrancadas de sus moldes sendas piezas, para luego, desaparecer por el mundo
como fantasmas… quizás, sin dejar rastro.
Nota: El diario El
País de España, en el suplemento El
país semanal, recientemente ha publicado un más que
interesante reportaje, con la última persona que vio vivo a León Trotsky, su
nieto Esteban Volkov.
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