Coyoacán la bella.
¿Cómo no hablar de
una experiencia que te ha dejado una marca de por vida? ¿Cómo no hablar de algo
que te ha tocado con tal primor las cuerdas de la emoción, afinándolas a tal punto, que te prepara para un mejor placer de nuevos momentos de arrobo, de descubrimiento, de sorpresa, de
embeleso?
Es que a veces hay una complicidad deliciosa entre lo que
encuentras y lo que necesitas; entre lo que buscas y lo que te sale al paso, o entre lo que sueñas y
lo que, de repente, tienes.
Llegar al Jardín Centenario
de Coyoacán fue para mí como beber agua fresca, después de un largo peregrinar bajo
un ardiente mediodía de días que no
acaban. Este sitio es un reposo, un
descanso, un oasis; un paraje donde el tiempo corre con lenta dulzura, en apacible
fluir, casi, deteniéndose, lleno de una
límpida intemporalidad que retrata siglos.
Fue tanta mi
emoción, que pedí detener el paso para buscar una de sus verdes bancas y
sentarme, con las manos en la cara, a sollozar; como quien por fin, corona una
meta, cruza un límite; como quien alcanza una cima, o descubre
un tesoro personal que se creía perdido. Es que su silencio, su brisa, su pulcritud, su
edad; es que el caminar pausado de aquel hombre con sus globos de colores como
pompas de jabón al mediodía; es que la música de aquel organillero que gira sin
cesar la manivela de ese instrumento que
conozco, ¡al fin! por vez primera; es
que ese estar en calma de la gente sentada en estas bancas, reivindicando con
su gesto el derecho de cualquier
persona al descanso y al solaz, al
reposo y al ocio, ya sea yendo o
viniendo de sus propios quehaceres, para en un momento cualquiera, sentarse y
observar el ritmo que aquí, tiene el mundo.
Es que esos jóvenes alegres que ríen y se abrazan junto a esa fuente
que canta y salpica, mientras
baña a esos dos coyotes de negro metal, con chispeante agua fresca y clarísima
luz; es que las lustrosas hojas, los amplios senderos, la fachada de esa
iglesia que resguarda un breve y hermoso jardín colmado de profusas macetas y
frescura; es que todo aquello, todo eso ,
todo esto, junto y por separado, crean
un ambiente donde un hombre, cansado de la vana ostentación de las ciudades que
nacen o crecen destruyendo su pasado, encuentra una dicha, que aunque breve, le
restituye la convicción de que es posible alguna vez encontrar un
terruño, aunque sea temporal, aunque sea
distinto, del que alguna vez, le estaba destinado.
Coyoacán la bella
no esconde su pasado y su presente. En su sombra encontraron acomodo gentes de
mil estirpes y orígenes, de distintas utopías y destinos, todos, todas,
coincidiendo en la amabilidad de este
lugar. Ayer fue el bosque frondoso donde Hernán Cortez fundó
su casa de descanso, hasta llegar a albergar con el paso de los siglos a los
genios queridos del cine, el teatro, la
pintura y las letras; a los revolucionarios,
a los pensadores, y a las dichosas gentes que la escogen por su encanto.
Hoy en sus calles se
repiten los pequeños y simpáticos zaguanes, las agradables puertas, los breves
y acogedores jardines de las entradas; campean las fachadas
de vivos colores, las calles con sus nomenclaturas que abarcan capitales del mundo, nombres de caudillos
criollos, de emperadores aztecas, de países, ¡toda una mezcla de historia, una mixtura de tiempo y espacios!
Pero sobre todo,
Coyoacán es un lugar para caminar, para pulsar y medir con los pasos la vida,
la historia y el tiempo; es que por algo
Sergio Pitol la cambió por Praga y Diego Rivera, como Octavio Paz, por Paris.
Comentarios