34-56 107th St, Corona, NY 11368
Cto Interior Avenida Río Churubusco 410,
Del Carmen, 04100 Ciudad de México, CDMX, Mexico
La invitación
para que otra persona visite la casa de uno por primera vez, tiene un
significado especial. No es un acontecimiento corriente en la vida de
comunicación, de relación social o de amistad. Abrir la propia puerta es abrir
la mano y abrir el corazón hacia esa otra persona que llega, por invitación, a nuestra
vida.
Es que la
casa, en el mejor y más hermoso de los casos, es, o debe ser, nuestro espacio
de vida, nuestra morada, el lugar del ocio y el reposo; del sueño y de la
restauración; del resguardo y de la repetición placentera de la rutina sagrada
que nos conforma.
Visitar la
casa de otro, por su parte, es un acto parecido al de recibir un abrazo. Es una
bienvenida, una iniciación, un comienzo donde la persona conocida que somos,
pasa a ser del todo, ya, un amigo.
Pero también
hay otra forma de visita. Aquí no hay invitación, y el anfitrión, ya ha muerto.
Aquí, uno se invita solo; uno ansía esa visita y la espera quizás por años,
hasta que llega el día de cruzar esa puerta y entrar, sin que los dueños de ese
espacio se enteren -pue se han ido ya para jamás volver-, y nos sintamos en una
extraña intimidad con ellos, en una distinta comunicación con el pasado de esas
vidas que allí, vivieron. No de una forma lejana, como cuando se dice, que se
vive en el planeta tierra o en un determinado país, si no, donde realmente se
vive, es decir: donde risa y lamento han forrado paredes, donde están las cosas
en las que se ha gastado la vista y la piel al rozarlas con el tiempo.
He
experimentado esos sentimientos de entrar en casa ajena para conversar con voces
ya ausentes. Lo sentí al visitar una hermosa mañana de junio, la casa donde un
día vivió León Trotsky en ese primoroso lugar que es Coyoacán en la Ciudad de
México; y lo he vivido otra vez, al cruzar el umbral de lo que un día fue el
hogar de Louis Armstrong, en ese otrora apacible barrio de Corona en el
distrito de Queens en Nueva York.
Sin que nadie
se lo pida, el andar de uno se pausa, se silencia; la vista hurga por doquier
respetuosamente; las manos se pegan al propio cuerpo, de alguna manera, como
queriendo refrenar la abusiva invasión de un rozar de dedos sobre el lomo de
algún libro, la orilla de alguna mesa, la sábana de una cama, la oreja de
alguna taza. El espíritu en vilo, el alma alerta en ese viaje que hace al
pasado de una vida ajena. Y uno cree escuchar, ver u oler esas presencias que
deambulan en la imaginación frente a nuestros ojos, añorantes de revivirlas.
Las cosas
quietas ya, detenidas para siempre, develan intimidades, manías, costumbres,
gustos, obsesiones: el jardín, su
disposición y sus senderos en la casa de Trotsky, o la cocina blanca y azul de
la casa de Armstrong. Quizá, el solaz del primero y el placer del segundo. El sobrio escritorio con su cercana cama del
bielorruso, o el esmerado e íntimo estudio del trompetista. El carácter y el
gusto, la costumbre y el hábito, el aprecio y el cuido que está en cada cosa,
en cada espacio, en cada rincón.
Subir esa
escalera de madera rumbo a las habitaciones de esa casa de Corona, es casi un
atrevimiento triste, donde uno se encuentra al final, al pie de esa cama donde
el músico dejó de existir de improviso, atravesando ya, la puerta que lo
conducía hacia esa posteridad infinita que no ha conocido el olvido. Pero no es menos impresionante, cruzar junto
al escritorio donde aquel pensador que se escondía en medio de esas altas paredes
frente al rio Churubusco, fue herido de muerte; continuando una historia que
haría de su apellido un adjetivo imborrable en la memoria de las luchas políticas
de todo el siglo veinte.
Al salir sin
despedirse, uno se lleva no un abrazo o un apretón de manos, si no, la vida
toda de alguien que, a partir de ese momento, deja de ser las palabras que leímos
en los libros, y se convierte en la persona viva que fue y que hoy, conocemos más,
como se empezó a conocer un día, a un viejo amigo.
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