Las maravillas de Cervantes. Leo El Quijote por primera vez. Por primera vez le recibo después de la espera de mí mismo. Por primera vez, le invito a pasar con la mesa ya servida, en mi mejor empeño de atenderlo, de hacerle mi huésped más querido. Leo El Quijote, por primera vez atento a cada palabra, a sus detalles, sus gestos. Lo observo por primera vez, con mi mejor mirada. Lejos están la premura, la presunción, el exhibicionismo, la moda, la arrogancia, la exigencia que a veces atenazan las lecturas. Abro mi puerta aquejado con la más difícil virtud de un lector: la humildad. Y tazo cada palabra como quien recoge perlas del fondo blanco de una playa virgen. Cotejo mi hablar con su origen y veo cuánto mi lenguaje ha caminado por estos cuatro siglos de viajes, descubrimientos, guerras, libros, trueques, idas y venires sin fin entre dos horizontes. Revivo palabras, recuerdo. Descubro su linaje, su largura, su recorrido. Estoy tan cerca y tan lejos de esa forma de