La esperanza como centro de la vida.*
Si existe soledad, si existe el mal, si existe la abrumadora pobreza y la injusticia, debe haber esperanza, esperanza del bien, esperanza de justicia. No se puede hablar de las fuentes de la felicidad humana, sin hablar de los enemigos de esa misma felicidad. El centro, los centros de la vida, son siempre conquistas que se hacen en lucha contra algo que se opone a nosotros mismos, a nuestra realización de felicidad.
La esperanza, es el alma de esa lucha: la persona que está lejos de su lugar amado, tienen la esperanza del retorno. La persona que ama, tiene la esperanza de un amor correspondido; la persona que crea, tiene la esperanza de alcanzar su obra máxima; la persona que ama al mundo, tiene la esperanza de una humanidad entera que sea feliz. La esperanza, no es una palabra vacía, no es una categoría perdida del lenguaje, no es una queja de la nada. La esperanza es un sentimiento real que toma vida en el mundo a través de personas reales en un mundo tan real como el dolor mismo.
La esperanza no sólo es una reacción contra la adversidad, sino, un modo de vida que augura, que adelanta, que antecede siempre a la presencia del bien, de la felicidad, de la alegría en la familia humana. Por lo tanto, es una realidad que avanza del plano subjetivo, al mundo real. Es una actitud, una forma de vida frente a las cosas nefastas del mundo: el mal y sus rostros.
Es a la teología a la que le debemos el cuido de esa categoría de la espiritualidad humana, a la que le debemos que se reconozca una y otra vez en el lenguaje, en la escritura. Pero es a la realidad dolorosa del que sufre en el mundo, al que le debemos su existencia.
Uno de los textos principales del más importante y controversial teólogo, mejor, cristólogo de nuestro tiempo, se denomina: Estudio del mal y la esperanza: Una visión desde las victimas. Porque frente al mal está la esperanza. Toda la historia humana está llena de esa lucha, de ese contrapeso ante el mal. Pero a la vez, la esperanza sólo puede ser comprendida, entendida, visibilizada, desde la realidad de vida de la persona que sufre. Es desde la visión de las victimas del mal, donde se evidencia la esperanza. Tenia que ser desde un país como El Salvador y desde un continente como el continente latinoamericano, donde Jon Sobrino desarrolla una profunda reflexión sobre ese enemigo de la felicidad de los pobres: el mal, personal e institucional que atenta contra los pobres, como realidad radical de nuestra historia, y su contrario, la esperanza, como fuerza espiritual de un pueblo que sufre. Desde una visión cristiana se articula una perspectiva de la justicia y de la redención humana, que se sustenta en la fortaleza interna de millones de seres sin otro patrimonio que el de la esperanza.
Parafraseando a Sobrino, diremos que Dios no resucita un cadáver, resucita una víctima, y este acto de resucitación no es un acto de poder, más bien, es un acto de justicia. Esta es la idea básica de la perspectiva cristiana de la esperanza desde los pobres, desde los crucificados. Y de forma especifica, el autor apunta:
“Aquel para quien su propia muerte sea el escándalo fundamental y la esperanza de su supervivencia su mayor problema-por razonable que fuera- no tendrá una esperanza verdaderamente cristiana, ni nacida de la resurrección de Jesús, sino una esperanza egocéntrica.” Y mas adelante dice: “Lo que des-centra nuestra esperanza es la captación de la muerte actual de los crucificados como lo absolutamente escandaloso, muerte con la que no se puede pactar … La esperanza de la que hablamos es difícil, exige hacer nuestra la esperanza, y con ello, la realidad de las victimas”
De lo anterior, se desprende que compartir la esperanza es la verdadera esperanza. Y una esperanza compartida es de suyo una utopía. Es en la utopía, y desde la utopía, como antípoda del mal del presente, que la esperanza se manifiesta en el centro de la vida no solo personal, sino, acá, colectiva.
Pero aun si no existiese la teología, la vida cotidiana de las personas concretas en nuestra inmediata realidad, nos develaría de forma contundente, la existencia de algo inexplicable, inmensurable y necesario en la vida personal y colectiva: la esperanza. Es esta esperanza por la verdad y la justicia, la que permitió a Rufina Amaya decidir ser testigo de la muerte de sus hijos, escapar de su propia muerte, luchar con su propio dolor, para iniciar así, la búsqueda incansable de la justicia y de la verdad. Es esta esperanza, la que alienta a las personas que en estos momentos caminan en el desierto de Arizona soñando con alcanzar la orilla de otra lucha, que alimente ya, no la esperanza, sino el hambre de sus hijos en algún alejado caserío de Honduras, Guatemala, México o El Salvador.
Es esta la esperanza que mueve los remos de aquellos que atraviesan el Mediterráneo, el Pacifico o el Adriatico, de África a España, de Senegal a Tenerife, de Yugoslavia a Italia. Y quizá, es ésta misma esperanza la que hace que aquel o aquella, menudas criaturas que espulgan la basura de todos los suburbios, aun sueñen, aun quieran crecer y ser felices.
Y es esta la esperanza que nos legó Monseñor Romero y cuyos frutos hemos de ir saboreando en el mañana, todos y todas, en El Salvador.
*Fragmento tomado del libro inédito: El corazón de la vida. ( Jorge Castellón)
Marzo 20 de 2009.
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