Las golondrinas del teatro.
Al pintor, Carlos Cañas
Agarradas de esa tierna oscuridad que da el inicio de la noche, colgadas, se diría, del aire ya gris de las penumbras, orilladas quizás, en los relieves de aquellas paredes de blanco concreto; escondidas en los alfeizares, agazapadas bajo los arcos, protegidas por las recias columnas de su palacio, aquellas golondrinas, pequeñas y negras, esperaban. Y llegada esa hora donde todo es… desbandada, un ir y venir, un arremolinarse de apuros de las gentes allá abajo, también ellas, de salto en salto, buscaban posarse en los cables eléctricos de la calle, entre poste y poste, entre línea y línea, conformando una especie de escritura musical sobre líneas negras, en ese papel gastado de la mampostería gris de aquel teatro, era aquella una partitura de los elementos, de esa ciudad donde yo crecía..
El Teatro, sumergido en el centro mismo de esa sumatoria abigarrada de viejos edificios, y ocultado desde el suelo por la multitud… yacía siempre silencioso. Permanecía resignado a su destino de guarida, de refugio, de atalaya de aves vagabundas asiduas a pernoctar bajo su sombra. Quizás por que siempre estuvo allí, y todo lo demás fue creciendo en derredor suyo: las gentes, el tráfico, las ventas ambulantes, el ruido, la ciudad toda. Se fundó en el año 17, y fue el primer teatro en Centroamérica. Yo sentía su antigüedad de piedra cuando pasaba junto a él, ignorante de su historia, sólo conciente de su enormidad, sólo testigo de su función como lugar donde dormían los pájaros. Eso era para mí ese teatro, un lugar donde en la noche (cuya oscuridad siempre exagera la niñez), incontables aves venidas no sé de donde, llegaban a descansar, para al amanecer, seguir su rutas misteriosas.
Un día lejano del pasado, a ese teatro le rodearía tal vez, la más amable quietud de aquella incipiente urbe, su tropel de carruajes, su olor de azahares en la plaza, su apariencia de finos ornamentos, su perfume de claveles sobre los ajuares negros, los perfumados torsos descubiertos de las acompañantes, miembros exclusivos de aquella burguesía afrancesada, de esa oligarquía del café de principios de aquel siglo. El teatro se postraría ostentoso vestido con su estilo Rococó y de Art Nouveau, luciendo sus figuras vegetales, sus asimetrías, sus arcos, sus columnas.
Avanzado el siglo, le vi rodeado de gente que corría, entre carros modernos y autobuses que se apretujaban en aquella calle ya estrecha, cuya anchura, entre él y el parque de enfrente, era un cause caudaloso de ruidos, de bocinas, de gritos, de sonidos de motores, de quejidos, de rostros fatigosos, como si la llegada de la noche, augurara para esas gentes el peligro, el pavor o la muerte…
Viniendo no sé de donde, caminaba viendo esos rostros, o les observaba desde la ventana de algún autobús, al tiempo que buscaba, allá arriba, ese enjambre increíble de aves diminutas, negras, inquietas, desordenadas que no acababan nunca de buscar acomodo en esas líneas también negras de aquellos cables, como si cada una tuviese un lugar prefijado, y algunas, anárquicas, quisiesen ocupar lugares ajenos, provocando el desorden, la disputa, la discordia de esa sociedad vespertina, colgante y densa de todos los crepúsculos. Aves y gentes en revuelo, a las seis de la tarde; aves y gentes en mutua algarabiílla, en mutuo anhelo, en un ansia de llegar, de encontrar un lugar, de posarse. Había algo misterioso en esa coincidencia de energías, de vidas a punto de agotarse adentro de la noche.
Así, las casas, los edificios, las gentes y las aves, concentradas en un punto, rebalsando sus propias presencias sobre cada una las otras, le daban, pienso ahora, su entorno barroco a aquella moderna arquitectura.
Yo tendría diez años, cuando, sin duda, he de haber caminado llevado de la mano, por alguna de las aceras de sus dos costados, mientras adentro, a esa hora, un pintor se colgaba del techo de aquel palacio de los pájaros, para decorar su cúpula del color del melocotón y de azul cielo en mestizaje. Me hubiese gustado verlo, quedarme allí, mientras pintaba. Quizás el recordaría a Miguel Ángel pintando la Sixtina, y yo creería que aquel hombre, vivía allá, arriba, que no bajaba, y que tal vez, era el que cuidaba las golondrinas por la noche.
Jorge Castellón
Marzo de 2009
El Teatro, sumergido en el centro mismo de esa sumatoria abigarrada de viejos edificios, y ocultado desde el suelo por la multitud… yacía siempre silencioso. Permanecía resignado a su destino de guarida, de refugio, de atalaya de aves vagabundas asiduas a pernoctar bajo su sombra. Quizás por que siempre estuvo allí, y todo lo demás fue creciendo en derredor suyo: las gentes, el tráfico, las ventas ambulantes, el ruido, la ciudad toda. Se fundó en el año 17, y fue el primer teatro en Centroamérica. Yo sentía su antigüedad de piedra cuando pasaba junto a él, ignorante de su historia, sólo conciente de su enormidad, sólo testigo de su función como lugar donde dormían los pájaros. Eso era para mí ese teatro, un lugar donde en la noche (cuya oscuridad siempre exagera la niñez), incontables aves venidas no sé de donde, llegaban a descansar, para al amanecer, seguir su rutas misteriosas.
Un día lejano del pasado, a ese teatro le rodearía tal vez, la más amable quietud de aquella incipiente urbe, su tropel de carruajes, su olor de azahares en la plaza, su apariencia de finos ornamentos, su perfume de claveles sobre los ajuares negros, los perfumados torsos descubiertos de las acompañantes, miembros exclusivos de aquella burguesía afrancesada, de esa oligarquía del café de principios de aquel siglo. El teatro se postraría ostentoso vestido con su estilo Rococó y de Art Nouveau, luciendo sus figuras vegetales, sus asimetrías, sus arcos, sus columnas.
Avanzado el siglo, le vi rodeado de gente que corría, entre carros modernos y autobuses que se apretujaban en aquella calle ya estrecha, cuya anchura, entre él y el parque de enfrente, era un cause caudaloso de ruidos, de bocinas, de gritos, de sonidos de motores, de quejidos, de rostros fatigosos, como si la llegada de la noche, augurara para esas gentes el peligro, el pavor o la muerte…
Viniendo no sé de donde, caminaba viendo esos rostros, o les observaba desde la ventana de algún autobús, al tiempo que buscaba, allá arriba, ese enjambre increíble de aves diminutas, negras, inquietas, desordenadas que no acababan nunca de buscar acomodo en esas líneas también negras de aquellos cables, como si cada una tuviese un lugar prefijado, y algunas, anárquicas, quisiesen ocupar lugares ajenos, provocando el desorden, la disputa, la discordia de esa sociedad vespertina, colgante y densa de todos los crepúsculos. Aves y gentes en revuelo, a las seis de la tarde; aves y gentes en mutua algarabiílla, en mutuo anhelo, en un ansia de llegar, de encontrar un lugar, de posarse. Había algo misterioso en esa coincidencia de energías, de vidas a punto de agotarse adentro de la noche.
Así, las casas, los edificios, las gentes y las aves, concentradas en un punto, rebalsando sus propias presencias sobre cada una las otras, le daban, pienso ahora, su entorno barroco a aquella moderna arquitectura.
Yo tendría diez años, cuando, sin duda, he de haber caminado llevado de la mano, por alguna de las aceras de sus dos costados, mientras adentro, a esa hora, un pintor se colgaba del techo de aquel palacio de los pájaros, para decorar su cúpula del color del melocotón y de azul cielo en mestizaje. Me hubiese gustado verlo, quedarme allí, mientras pintaba. Quizás el recordaría a Miguel Ángel pintando la Sixtina, y yo creería que aquel hombre, vivía allá, arriba, que no bajaba, y que tal vez, era el que cuidaba las golondrinas por la noche.
Jorge Castellón
Marzo de 2009
Publicado en:
Revista Contrapunto. El Salvador
Comentarios