Después de un año de total apatía y agotamiento, sin la fuerza necesaria
para levantar la tapa de madera de su piano, Keith Jarrett, habla con su
enfermedad (Síndrome de fatiga crónica)
y le interpela: “Acepto tu presencia, reconozco tus efectos… pero yo
debo emprender este trabajo.” Se refería a ese bello y significativo álbum, que
tituló: The melody at night, with you.
Era un regalo de amor a su pareja de muchos años. Era un renacer, desde la
nulidad creativa, hacia lo que antes
había sido la apasionada y febril
búsqueda de la perfecta melodía, de la
interminable fuente de la improvisación genial de un loco, que ha maravillado
al mundo con la luz de su locura.
A los cincuenta años, Jarret, estaba musicalmente muerto. Habían pasado
cuarenta y dos años de su primer concierto público, donde el genio moderno, ya intercalaba
melodías de otro gran niño genio llamado Amadeus, con sus propias
creaciones. Cuatro décadas febriles lo
habían agotado, hasta el extremo.
Y en ese esfuerzo ingente de superar su languidez física y mental,
furtivamente ha de haber caminado los pocos pasos que separan su estudio de
paredes rojas, de su blanca casa, en medio de un bosque profuso de New Jersey,
para, paso a paso, como un lázaro
perplejo, ir imaginando nota a nota,
acorde a acorde, hasta que esta desmedida obra diera a luz, en un invierno
gélido de 1997. Y en la noche de Navidad, poder ofrendar su mejor obsequio,
quizás como un te quiero, tal vez, como un gracias o mejor, como algo que está lleno de todos los significados que encierran
los regalos del amor agradecido.
El sentimiento es inequívoco en cada pieza: ternura plena. No lo abandona
durante los casi sesenta minutos que suman sus piezas ya recogidas y editadas.
Y al escucharlas, uno tiene la sensación, no la idea, de que se han sentado a
jugar al piano Chopin con sus Nocturnos, y tal vez Schumann improvisando
sonatas, contagiados ambos por el descaro infantil de un niño genio que la
eternidad recuerda con el nombre Mozart.
En esa música, se escucha el invierno, la noche, la nostalgia, la luz
mortecina de una tarde, el silencio de la nieve al caer; la flama indecisa de
una vela… pero también la espera y la esperanza; el arrullo y el abrazo; la
mirada que desea y que solloza; mientras el amor sublime de un poeta escucha, observa fatigoso, como todo ello se sucede y se confunde en su suave paso por un
tiempo breve y eterno como la vida misma, que es frágil e intrépida, débil y
armoniosa, como gotas, como copos o diminutas estrellas lejanas. Fugaz, si,
mortal, sin duda, pero resarcida de todas sus
limitaciones por la fuerza del amor mismo que ella engendra.
Comentarios