Esas figuras en
la noche.
Hoy, no sé por
qué, me acordé de un cuento triste. Quizás por tanto amor, quizás por tanto
dolor, quizás por tanto sacrificio. No lo sé. Así es el alma. Uno no sabe a
veces porque siente lo que siente.
Frente a mí se
aparece esa imagen de dos personas andando un camino largo en medio de la noche
más negra de algún lugar remoto donde los días son abrasadores. Uno figura encorvada carga otra acurrucada
sobre sí. Son padre e hijo... Si. Lo
adivinaron. Vienen de ese cuento que no tiene parangón que Juan Rulfo escribió hace
muchísimos años: Oye si ladran los
perros.
Van en busca de
un lugar. Llevan arriba de ellos el peso del dolor y de la vida, de la
calamidad, del mal. Ese peso sobre el padre, se aumenta con ese otro peso sobre
el hijo. Una fuerza que aprieta y ahoga como nada.
A veces la
esperanza se resume en un grito lejano, una distante luz, o los simples
ladridos de unos perros que no llegan.
Y me acuerdo de
otro cuento de la misma estirpe de los cuentos eternos. Pero este es de más
antes.
Lo escribió Salarrué: Semos malos.
Las mismas dos figuras, pero otras: un
padre y un hijo. Los veo apiñados al tronco de un árbol en una noche de frio en
un gesto paterno primero y último.
Quién pudiera ¡por
Dios! pintarnos ese cuadro, tan trágico y tan primoroso. Algo parecido a la
piedad que vamos perdiendo.
Hoy no sé porque
me acorde de esos cuentos. Quizás por que nací en El Salvador, cerquita de
Honduras. Quizás porque México es cada vez más parte de nuestro legendario
cuento de seres a su despecho errantes.
Es que también somos
de alguna manera, los que siempre esperamos “el día en la punta de cualquier
gallo lejano”.
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