Una caravana de
humanidad.
I
Se le adjudica a
Ignacio Ellacuria haber dicho alguna vez: “A veces, la mejor opción no existe”.
Se les adjudica a miles de personas en Centroamérica haber vivido y estar
viviendo una vida sin mejores opciones, sin esperanza alguna. Desempleo, pobreza y violencia han sido las
causas históricas que se han antepuesto a la esperanza de una vida digna para las
mayorías centroamericanas.
Emigrar con lo
puesto, dejar el lugar y enrumbar hacia donde la mirada lleva, es un destino
vivo en las tres últimas generaciones de la población mayoritariamente pobre
que habita en Guatemala, El Salvador y Honduras, particularmente. Antes,
durante y después de las largas guerras civiles provocadas por décadas de
militarismo y carencia de oportunidades democráticas, –acaecidas en los dos
primeros países arriba mencionados-, este fue el sino de familias enteras
dentro de ese triángulo geográfico y social donde lo que predomina son jóvenes
y niños. Esto abarca ya un periodo de 50 años de constante huida, de permanente
expulsión: represión social, masacres planificadas y pobreza extrema fueron
provocando una migración sin precedentes de esas poblaciones incluso después de
finalizados esos conflictos armados.
Es que, desde la
segunda mitad de los años 70, el fenómeno de los desplazados internos, que se
nos ha olvidado por completo, comienza a romper los lazos de los tejidos
familiares y de los vínculos con el hogar y el terruño en países como El
Salvador y Guatemala. A partir de entonces, muchas iglesias, recuerdo, en el
caso de El Salvador, se veían llenas por dentro y por fuera, de personas
venidas de lo profundo de nuestras campiñas, traídas por un terror que muchos
desconocíamos. Era un terror escondido, lejano y silencioso que no llegaba
todavía a las grandes urbes de San Salvador o Ciudad de Guatemala.
A inicios de los
años 80 los jardines de la Iglesia San José de la Montaña, o las gradas de la
iglesia El Rosario en San Salvador -con sus hermosísimos vitrales de luz
multicolor-, cobijaban a seres delgados y cansados venidos de no se sabía
dónde-, que siguieron su camino quizás aún más lejos hasta donde nunca se puede
regresar. Fueron caravanas las que
murieron en los caminos y los ríos en medio de su penoso peregrinaje en esa
década cruenta.
¡Y que no se nos
olvide! Y qué de aquellas caravanas que cruzaban fronteras de El Salvador a
Honduras, e instalaban pueblos, asentamientos, refugios. Gente que se fue por
muchos años, que regresó y sin duda, volvió a partir. Los desplazados de guerra
era un grupo humano de miles de personas que cambiaron la sociedad a ambos lados
de la frontera hondureña y salvadoreña.
Pero no quiero
proseguir sin adentrarme más en el tiempo, sin referir esos recuerdos de gente
huyendo por doquier, que, a principios de los años 30, mi madre a sus 95 años,
aun evoca… coincidiendo con los hechos del año 32. Ni mucho menos sin mencionar
ese cuento eterno del escritor salvadoreño Salarrué que conocemos como Semos malos, y que no es otra cosa que
una crónica de un viaje peligroso entre la selva que unía un país con otro. Una
pequeña caravana que pernocta trágicamente en la noche oscura a principios del
siglo XX en una frontera que puede ser cualquiera del área centroamericana.
Las caravanas son
parte de nuestra historia. Eran y son flujos de desesperanza de lo que se
tiene, y búsqueda de esperanza de lo porvenir, lo desconocido, lo distante. La
huida, la marcha, es un intento de abrir un intersticio en el muro de la
realidad que nos atrapa, para de ahí, querer ver la luz del otro lado.
Las dos
generaciones que me anteceden, han vivido en ese deambular esperanzador del
campo a la ciudad, primero; y de un país a otro, después. Mi abuela y mi madre
son el ejemplo entre tantos otros. Estas tres generaciones hemos sido parte de
una caravana constante de gente que ha buscado esperanza en un lugar lejano de
lo que un día fue su casa.
¡Y digámoslo sin falsas modestias! Esas
generaciones que me anteceden asentaron su dignidad en el principio de que la
muerte solo debe alcanzarlas… trabajando.
Por ello, y esto
es fundamental, los emigrantes son y han sido trabajadores internacionales que
enarbolan y exigen la oportunidad de ejercer lo único a lo que están destinados
como personas pobres: trabajar; y a partir de eso, recrear su vida personal,
familiar, social y cultural en cualquier sitio que le brinde esa oportunidad
vital.
Cada hora, cada
minuto, una persona se aleja de un lugar y camina hacia un lugar desconocido
movido por el desempleo, el espanto y la desgracia. Van solas, seguidos de
otras; o van acompañadas, apoyadas entre sí. Pero los que salen no son los
mismos cuando llegan al lugar que jamás imaginaron llegar. Primero, hay menos. Segundo, son distintos.
El desengaño, la desesperación y la angustia, deja huella. La muerte, no deja
nada.
Pero… ¿Qué ha cambiado hoy? ¿qué hace que este
contingente humano de centroamericanos vaya en este momento -mientras escribo
estas líneas- atravesando a pie las ciudades mexicanas, y haya abandonado su
tierra de esta forma? ¿Cuál es la causa hoy, de ese éxodo?
II
Lo que acontece
hoy, con los miles de personas hondureñas que caminan hacia Los Estados Unidos
de Norteamérica, es la continuidad de lo mismo, pero en una dimensión mayor. Y
al mismo tiempo es el inicio de una forma de acción y protesta; de acción
social y determinación política extrema que acareará consigo otros hechos no de
menor envergadura. Las aguas del mar mediterráneo y las fronteras de
Centroamérica a México son parte ya de un espacio y un tiempo social que nadie
imaginó: la mayor catástrofe social y política del mundo moderno.
La caravana es una
huida, pero también es una expulsión de
la fuerza y las capacidades humanas, de un lugar que ya no les pertenece,
que los empuja, los impele lejos de sí, como en un segundo parto, más bien un
continuo aborto, a buscar la vida, no solo ya sin sus madres- para los jóvenes
y niños, si no, sin una patria, para todos-. Patria o patrias que hace muchas
décadas ya, no tienen un sentido real en sus vidas: no les ha dado lo que como sus
ciudadanos tienen el derecho de recibir.
Falta de empleo y amenazas de muerte son
las principales razones que esas personas manifiestan, les impulsó a unirse y
formar esta caravana gigantesca nunca vista. Esas son las dos causas
principales que han hecho que se tome una mochila, una botella de agua, una
mudada de ropa, un frasco de miel, un teléfono y un cargador, una toalla y una
gorra; una manta para dormir. Y con ello, se inicie un viaje de miles de kilómetros.
Carencia de trabajo y el terror de la
muerte. Eso es lo que ha hecho que las madres tomen en sus manos y sus brazos a
sus hijos e hijas pequeñas y les lleven consigo a una nunca vista gesta humana
de desesperación y de esperanza. Y allí esta esa niña, de la mano de su madre,
a sus nueve años, sabedora tan solo que una mano querida la aprieta y la abraza
en medio de lo desconocido, de las inmensas jornadas a pie; de los peligros del
día y de la noche. Sin juguetes, sin casa, sin plato tibio, sin cama, sin
escuela.
Muchos de estos
jóvenes que hoy caminan han ido a la escuela, se han graduado de educación
secundaria y otros de universidades; muchos de estas personas han trabajado
muchos años de su vida para mantener a sus familias; muchos son profesionales
con habilidades técnicas especializadas. Pero el hecho de buscar empleo y no
encontrarlo, o de verse sin trabajo súbitamente y no poder volver a emplearse,
solo dice una cosa: que, en esas sociedades, para un grupo humano en
particular, el Estado y el capital privado no está haciendo lo que está llamado
a hacer: el primero, haciendo efectiva la Constitución de su país y el
resguardo de los Derechos Humanos fundamentales; y el segundo, aportando su
cuota de beneficio social y no evadiendo sus responsabilidades fiscales.
También significa que la escaza generación de empleo y de
oportunidades laborales son uno de los rasgos de un sistema económico, que
indudablemente, les ha fallado; mientras a otros, les ha beneficiado. Cómo se
explica el hecho de la existencia de hermosos restaurantes y hoteles; de
enormes centros comerciales y vehículos lujosos y mansiones en el paisaje
urbano de San Salvador o la capital guatemalteca.
Hay inmensos
sectores que viven alrededor de los mayores centros urbanos en Centroamérica,
en los suburbios y colinas adyacentes, para los que todo va bien. Gozan de
trabajos calificados y altamente remunerados; poseen propiedades y toman
vacaciones en el extranjero. Se mantienen así mismo a través de un trabajo
profesional calificado y nunca piensan abordonar su país pese a tener visas de
viaje. Esto significa que en un país así,
la sociedad se ha “organizado” de tal forma que - ¡qué novedad! - es necesario expulsar parte de su población
para que con su trabajo y sus remesas se pueda sostener la vida de otros
directa e indirectamente.
Honduras.
Guatemala y El Salvador reciben millones de dólares en remesas de las caravanas
humanas que han abandonado esos países y que han llegado vivos a Los Estados
Unidos de Norteamérica, Canadá o a países europeos-, solo en El Salvador se ha
llegado a los 4.5 billones anuales de remesas familiares. Esto ha promovido que
los sectores financieros y económicos promuevan una población consumista como manera de captación de dólares.
Esto también ha
impactado la cultura centroamericana a tal forma que ha creado un círculo
vicioso de desempleo-remesas-consumo. Lo
que esto significa es que, se ha creado un desempleo forzado disfrazado de
remesas y un desempleo voluntario auspiciado de lo mismo, que consume. Las
remesas son un botín exquisito para una economía que inaugura centros
comerciales y no mejora escuelas públicas ni crea empleo, ni educación, ni
cultura.
La inversión
estatal y privada para la generación de empleo mayoritario no ha funcionado, si
es que la hubo, y tan solo han florecido por doquier los centros comerciales
como puntos de socialización, entretenimiento y consumo para una población que
vive de pequeños ingresos y remesas constantes. El desempleo obliga a los
jóvenes a entrar en la búsqueda sin esperanza de un trabajo, sea cual sea el
nivel educativo que hayan alcanzado, ante la pauperización familiar sin
pausa.
Las grandes
políticas económicas de estos Estados, década tras década, han demostrado su
inhumanidad, su utilitarismo y su egoísmo social. Ningún gobierno local ha
podido responder a las demandas populares por una mejora de la calidad de vida.
La corrupción política ha dilapidado la poca riqueza nacional y el caudillismo,
nepotismo y concentración de riqueza continúa dando forma a un territorio cada
vez más baldío de humanidad y de cumplimiento de Derechos Humanos.
Finalmente, la
vivencia del espanto cotidiano que genera la violencia social propiciado por
las pandillas, la delincuencia común y el temor de ser perseguido por las
autoridades locales generada por la sospecha de ser joven, crea una
circunstancia imposible de enfrentar. De barrio a barrio hay fronteras reales
donde se tiene que demostrar con documentación y testigos, que allí se reside
para evitar ser asesinado. Hay familiares que viven uno a un lado y el otro, al
otro lado de la misma calle, que jamás se pueden visitar por pertenecer a dos
zonas distintas, dominadas por dos pandillas enemigas y tienen que citarse
lejos, lejos, para conversar. Es una nueva militarización, sin uniformes, una
verdadera guerra de y entre ciudadanos donde todo quebranto de la ley impuesta
arbitrariamente se paga con la vida.
Aquí la esperanza de vida se mide en un día. En el posible o probable retorno
a casa por la noche.
No hay opción, y
la única remota posibilidad es caminar junto a los que han tenido el valor de
dejarlo todo y buscar la vida en cualquier parte, con lo puesto, es decir: el
dolor, la valentía y la esperanza.
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