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Orígenes III


Los artesanos del quetzal
Colocadas dentro de jaulas grandes como casas, las aves de largas colas se veían trepadas en sus ramas, a veces en parejas, a veces solas, confundiendo sus colores con el verde de alguna hoja todavía viva, de esas ramas puestas allí, como pretendiendo ser un árbol, una enramada, de esas donde en las montañas, las aves permanecen observando el mundo desde la majestad de sus plumajes. Quietas, adentro de el orgullo de un ser privilegiado y cautivo, su verde intenso se veía rezumar el mismo verde que tienen las hojas de las plantas del maíz, allá a lo lejos, como si fueran criaturas de una misma especie, como si fueran pintadas con la misma mano, con el mismo tinte que tiene la tierra cuando llueve.

Sus colas, más largas que el brazo de algún hombre, caían en cascada ondulada sobre el aire, profusas, gruesas, amplias, como sólo puede serlo un abanico hecho por los dioses para refrescar la misma tierra. En las montañas, cuando aparecen después de alguna lluvia recia, se diría que son otras ramas, otros brazos, que son parte de la misma criatura vegetal que las sostiene. Ave, árbol y montaña tan solo son notas que crecen en la música visual de la naturaleza, es decir, de lo que esta debajo de los cielos. Aquí, en sus jaulas de madera, parecen ajenos tesoros esperando ser canjeadas, trasmutadas, trasformadas en artesanía sagrada, en arte ritual, en signo humano.

Un hombre y una mujer se acercan a la puerta de una de las jaulas. Mueven el sencillo mecanismo que divide los cielos, del espacio estrecho de estas celdas, y pronunciando la secreta onomatopeya con que la gente habla con las aves, entran a la jaula. La mujer cubre sus manos con una especie de guante de tela de algodón, blanco, con la que sujeta el lomo de uno esos seres, tímidos, dóciles ahora a la presencia de los visitantes. Como si los sonidos pronunciados fuesen los mismos que se dicen para tranquilizar a los niños cuando lloran. Algunas aves se alejan practicando una gimnasia diminuta sobre la superficie de las ramas, mientras la mujer inicia su delicada labor de cuidadora. Mientras sujeta el ave y busca la mejor de sus plumas, el hombre corta con un afilado pedernal la raíz de aquella cascada brillante que parece, con la luz y el movimiento, abarcar todos los verdes.

Se les ve soltar el ave, y adentrarse más en esa cueva de tenues sombras, y ondulantes brazos. Se oye nuevamente aquel canturreo extraño que se entiende es un llamado, un arrullo, una petición de los que llegan. Otra criatura, mas hermosa aun que la anterior cede su quietud y se entrega para ser examinada. Un mancha roja corona las puntas del penacho, que de vez en vez se yergue sobre su apacible perfil de diosa coronada. Extiende sus alas y su envergadura es tan amplia, que la mujer y el hombre desaparecen de la vista ante esa ola de ese mar de jade. La pluma es arrancada, sin dolor, sin apuro, como si se acicalara la deidad misma de la tierra. Luego el hombre trae agua, frutas y ramas con hojas y flores para esa pirámide imperial enmarañada.

La puerta se cierra, mientras desde adentro, ojos laterales observan, al tiempo que se inclinan sobre un recipiente repleto de esferas amarillas. Mordisquean y miran, miran y mordisquean desde su rutina de huéspedes majestuosos o cautivos reyes.

A lo largo de una mesa se ven ordenadas -colocadas sobre una tela llena de cintas de colores-, un racimo de aquellas hojas que vuelan, y que viniendo de la más grande a la más chica, van formando la corona de algún Señor o algún monarca, que recibirá del cielo la apoteosis de sus glorias.


Jorge Castellón
De La Tierra de los Tesoros (Libro Inédito)

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