A María Antonia Huezo
12 de diciembre de 2012
Silenciosamente, como antes de su muerte ella había vivido, su ataúd bajó a la tierra. Es decir, esta tierra, la de este país, que hoy visito para acompañar a esta menuda mujer, en su marcha.
Viviendo en el extranjero, la bondad de Dios y la buena voluntad de otras personas, me ha dado la oportunidad de estar a tiempo para velarla y enterrarla. Para conversar con ella a solas.
Con sus 91 años, llevaba en sus ojos apagados, imágenes ya olvidadas por todos o jamás presenciadas por ninguno. Recuerdo que en un cuento, Borges se pregunta sobre quienes fueron los últimos ojos que vieron a Cristo, y sobre qué cosas se han perdido con cada persona que muere.
¿Qué cosas se han perdido con la muerte de esta mujer, que engendró a toda mi familia?
Es que quizás, pese a la historia individual de cada vida humana, a cada uno el destino nos depara una memoria irrepetible de las cosas del mundo, de las que nacen de la bondad y de las que nacen del mal mismo.
Con élla, entendí que el mundo estaba dividido; que entre los ricos y los pobres habían fronteras infranqueables, que el mundo encierra mil mundos. Que mucho del sufrimiento humano no tenía designios divinos
Con élla, también entendí que somos buenos o malos, según cada circunstancia de la propia vida, pero que podemos ser buenos siempre pese a cualquier circunstancia.
Que cuando se roba un plato o una cuchara de plata de alguna lujosa cocina, ese valor material, podía transformarse en pan o en leche, para nutrir el vientre de quien iba a ser mi madre o mi tía.
Con élla aprendí, a entender desde muy niño, quienes sufrían y quienes vivían del sufrimiento ajeno. Quienes eran santos y quienes asesinos.
Yo la vi llegar descalza de regreso del entierro de Monseñor Romero. En su casa se pintaron las mantas que llevaban el rostro de aquel hombre por las calles. Dicen que dormía con un cuchillo en su delantal, para defender a sus hijos de un mortal secuestro nocturno.
¿Se podrá enterrar, me pregunto, la valentía? ¿Se podrá enterrar la bondad, la resistencia al sufrimiento?
Si una persona ha sido buena y muere ¿Muere la bondad? No lo creo.
La muerte, estoy seguro, de una persona buena, de alguna forma prueba que aunque la vida es breve, su virtud siempre es eterna.
Mi abuela reía, pese a las décadas de dolor inclemente; mi abuela rezaba, con una fe resistente; mi abuela besaba, con un amor seguro; mi abuela era tierna, a despecho de las asperezas que este mundo alberga.
Mi abuela hacia magia: cocinaba haciendo de hojas, manjares de dioses. Y hoy, haciendo del olvido que acompaña a la muerte, los recuerdos vivos de un amor luminoso, que como un sol de los espíritus, jamás cesa.
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