La
tristeza en la literatura.
Publicado originalmente en Revista Tres Mil. Diario Colatino
Hace algunos
días leí unas palabras, una sentencia, una conclusión: la alegría no nos necesita, la autora de dicha frase, me pareció,
resumía en cinco palabras todo un largo camino de comprensión del por qué de la
literatura, del poema. Por extraño que parezca, en esas cinco palabras se
esconde toda una verdad inobjetable. No aceptarla, no lidiar con ella por lo
menos, nos deja al margen de la realidad, del mundo, del destino, de una mejor
comprensión de la vida. Cuando Marguerite
Duras escribe eso, nos quiere sin duda,
decir muchas cosas. Pero precisamente, creo - como era su costumbre-, nos da
las palabras necesarias, las justas, para entrar a un sentido todavía mas
profundo y complejo, aquel que nos explique el por qué se escribe…
Intentando
recordar algunas palabras de Ana Maria, Matute, esta otra escritora parece
seguir el pensamiento de Duras, cuando apunta que la verdadera literatura es
triste, porque triste es la vida. Que la literatura intenta presentar esa
realidad de una forma distinta, pero no por ello menos triste. Pero henos aquí
ante una paradoja. Si el arte es esencialmente una experiencia estética, y si
la estética se refiere a la percepción y creación de la belleza, ¿cómo lo
triste puede ser bello?
La obra máxima
de la literatura latinoamericana es para
muchos El llano en llamas (1953), de
Juan Rulfo. Este autor, tan solo escribió dos obras. Con eso bastó. Eso fue
suficiente para abarcar la realidad no en extensión, sino en profundidad. Nadie
medianamente sensible o informado, puede negar que la obra de Rulfo,
difícilmente puede excluirse de dos adjetivos aparentemente incongruentes: el
de ser una obra bella, y el de ser una obra triste... que nos habla de la
tristeza.
Por su parte, el
antecedente literario de la obra de Rulfo,
Cuantos de Barro (1934), del salvadoreño Salarrué, es después de tres
cuartos de siglo, la obra cumbre de la literatura de este país centroamericano.
Ambas, aquélla y ésta, consideradas por Augusto Monterroso, los cuentos más tristes de Latinoamérica.
Y he ahí El coronel no tiene quien le escriba, de
García Márquez. Esa breve y triste historia de la soledad, del olvido, de la
desesperanza. La única novela que hace a su protagonista definir su vida y su
eterna espera, con una sola palabra, que significa todo, pero principalmente es
desolación; la misma palabra, con la que la novela finaliza perentoriamente.
Es muy
importante recordar en particular, que la novela The Road, del norteamericano Cormac Mc Carthy y que ganara el
Premio Pulitzer el año 2007, es una
fatídica historia, en un mundo en destrucción, en caos, eso que de forma tan
simple algunos llaman futurista. Más
atrás en el tiempo, Las Uvas de la Ira,
(1039) de John Steinbeck es por su
parte una de las mejores novelas en lengua inglesa del siglo veinte y una más,
de ese siempre triste paisaje humano al que Steinbeck dedicó su vida.
No podemos olvidar, The Old Man And The Sea (El
viejo y el mar) publicada en 1952 por Ernest de Hemingway, una de las historias
más hermosas de la literatura universal, y que Vargas Llosa destaca por su llamado… a la compasión. Es que sólo lo triste te arrastra a la
compasión. La soledad de Santiago, su lucha y su triunfo, en medio de la noche,
es una bellísima historia humana eternizada.
¿Y los cuentos de Wilde?: El
príncipe egoísta o El ruiseñor y la
rosa, ¿no son en su esencia tristes?
¿Y qué son Los miserables de Hugo, entonces, o Los Hermanos Karamazov? Tan sólo historias tristes, hermosamente
tristes.
Y así lo es la búsqueda, la íntima búsqueda
de aquel viejo Eguchi, en La casa de las
bellas durmientes, de Kawabata, es el triste intento, desesperado, de asir
la vida, de rozar el lánguido recuerdo de los arrebatos fogosos del pasado,
desde la ineludible vejez de todos los hombres. Pero en ese intento, en esa
silenciosa estratagema del deseo, se fragua aquel indecible erotismo, tan
sutil, y tan vivo, como la juventud misma de los primeros amores.
A veces, la tristeza se une a la esperanza,
y de esa tristeza, germina la vida, el amor. Qué mejor ejemplo que esos días,
breves, que anteceden a la muerte de Bruno, ese terco e inolvidable anciano de La sonrisa etrusca, escrita por José Luis Sampedro. Libro primoroso, triste y
bello, lleno de vida, de sueños, de esperanzas que no tienen medida temporal,
pues pueden caber adentro de un día, de una noche, de una tarde, de un minuto.
Es que las personas somos mortales, pero los sentimientos son eternos y podemos
heredarlos, legarlos, prodigarlos sin saber hasta donde han de alcanzar su
magia y sus efectos. La sonrisa etrusca, es una sonrisa
eterna, como el amor de aquel hombre después de su muerte.
La alegría no nos necesita, la literatura debe llamar la atención sobre
la tristeza, nos dice nuevamente Matute.
Pues el compromiso del escritor es el compromiso con lo verdadero, con
lo bueno y con lo bello.
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