(Publicada en Revista Destiempo. Año 5.
Numero 24. México. D.F. Marzo- Abril 2010)
El hombre de ojos tristes sopló a través
de la concha que tenía entre sus manos, y así, se produjo ese sonido entre
doloroso y seco que se irradió por el espacio cálido de ese mediodía. Su
mensaje de derrota desparramó la sal en la carne viva de los que estaban
moribundos tendidos en el suelo.
El muchacho emprendió su carrera mientras el sonido todavía se esparcía como sombra desde la colina: su figura salió del sonido y entró a su carrera; sus pies descalzos, se llenaron de polvo al lanzarse sobre el espacio horizontal al otro lado del valle. Era como si él persiguiera su destino, o él mismo fuese perseguido por su propia fatalidad. Al correr, ejecutaba un plan, seguía la ruta preconcebida cada noche en medio de la espera.
El muchacho emprendió su carrera mientras el sonido todavía se esparcía como sombra desde la colina: su figura salió del sonido y entró a su carrera; sus pies descalzos, se llenaron de polvo al lanzarse sobre el espacio horizontal al otro lado del valle. Era como si él persiguiera su destino, o él mismo fuese perseguido por su propia fatalidad. Al correr, ejecutaba un plan, seguía la ruta preconcebida cada noche en medio de la espera.
Soñó, esperó, planeó y ahora ejecutaba. Había ya
recorrido ese trayecto tantas veces en la oscuridad de sus sueños, pero hoy,
tenía que ser más rápido, más veloz. Todo era distinto: si allá en el
sueño fue júbilo, acá fue angustia; si allá en la espera fue entusiasmo,
triunfo, acá fue abatimiento, derrota.
Había una diferencia
profunda entre lo que había esperado y esta realidad bajo la luz abrasadora del
mediodía. ¡Si acaso pudiese volar como las aves! Si acaso pudiese este día, ser
esa águila inmensa cuya belleza envidiaba. Hoy, todo se hizo realidad, cesó la
espera, cesó el sueño; era verdad, verdad envolvente. Una verdad que abarcaba
toda su existencia, que la consumía, la demandaba, la devoraba en
su imposible ferocidad.
El cenit detuvo
el tiempo de los anhelos, y en medio del calor marino, la muerte lo envolvió
todo con su color de sangre. Atrás quedaron los cuerpos regados sobre el campo;
las manos aún rígidas por el coraje y la fuerza; los rostros húmedos del
esfuerzo ya sin sentido de la lucha inútil; cuellos y costillas pasadas por el
hierro -esa materia que hasta hoy habían conocido a través de la muerte-.
En sus corazas de algodón la huella de la espada se fijó profunda, llegando hasta las entrañas, partiendo los huesos. Era el choque brutal del metal contra la carne, contra la piel humana y la sustancia de los vegetales. Arcos y flechas quedaron por el suelo, fuera de las manos que un segundo atrás las sostenían. Yacían las flechas con sus puntas de obsidiana rotas en el contacto con el bronce. Y las lanzas, quedaban tiradas por el suelo ya vencidas, con sus treinta palmos midiendo en silencio esas manchas, rojas y oscuras, que crecían alrededor de los cuerpos ahogados en su propia sangre confundida con la tierra.
En sus corazas de algodón la huella de la espada se fijó profunda, llegando hasta las entrañas, partiendo los huesos. Era el choque brutal del metal contra la carne, contra la piel humana y la sustancia de los vegetales. Arcos y flechas quedaron por el suelo, fuera de las manos que un segundo atrás las sostenían. Yacían las flechas con sus puntas de obsidiana rotas en el contacto con el bronce. Y las lanzas, quedaban tiradas por el suelo ya vencidas, con sus treinta palmos midiendo en silencio esas manchas, rojas y oscuras, que crecían alrededor de los cuerpos ahogados en su propia sangre confundida con la tierra.
Ya sin ver atrás,
aquel muchacho cruzó el llano. El golpe de sus pies sobre la tierra se hizo
recio, rítmico, contundente. Su paso adquirió el compás de los segundos, marcó
el tiempo en medidas de su anhelo, no de su sombra; su eco, emanaba
constante de la tierra, seco, enérgico, como salido de la
profundidad de todo el mundo. El sudor comenzó a bañar su rostro, y sus ojos le
ardieron, quemados por esas primeras gotas que resbalaron de sus cejas,
cejas oscuras y espesas que adornaban sus ojos también negros. Sorbió ese
líquido que penetró en su boca y sintió su ácido sabor como un jugo sagrado: llanto
y sudor fueron indistinguibles en su lengua seca. Gimió y gritó tan fuerte
como pudo; apretó sus puños en el vuelo, y por un momento, no vio más nada
frente a sí que el sendero confuso que iluminaban sus ojos inundados por la
lagrimas. No escuchó otra cosa que un latir violento adentro de su pecho, en su
cuello; tan sólo sus gemidos y el aire que se agolpaba en su garganta entrando
a sus pulmones.
Atravesó así los campos
de la siembra que esperaban en vano. Conocía cada pedazo, cada palmo de la
tierra… Algo se rompió con dolor en sus adentros, era como si en su carrera se
fuese despegando de su propia piel quedando desnudo con sus vísceras al aire;
como si sus huesos se fuesen desnudando, al alejarse de la tierra de cuyo fruto
se nutrieron. El aire sopló con su olor de mar sobre su cara, tocando aquel
rostro con sus dedos sutiles que hilvanan las distancias. Lo sintió cerrarse a
sus espaldas, sintió la angustia que da paso al olvido de los momentos hermosos
del pasado, y más bien, ese olor salino, arrastrado por el aire, le recordó por
un instante la agonía que precede a la muerte, y que una vez sintió
en la profundidad de una agua oscura que quiso tragarse su niñez, llevársela al
fondo del mar ya para siempre.
Pasó bajo una sombra
breve que formaban unos árboles ordenados a la orilla de las tierras
cultivables y las sombras incipientes del Cacao le fueron
invisibles. No recordó aquellas tardes debajo de esa sombra dulce donde
hilvanó sus sueños de guerrero, de sabio, de poeta; donde inventó ciudades,
reinos, imperios tan grandes como nunca jamás nadie soñó ni soñaría en esta
tierra; donde decidió ser tan sabio como Nezahualcoyolt; donde repitió
los cantos que aprendió de su abuelo: aquel anciano que
conoció Texcoco. Cruzó el escenario de su niñez sin siquiera notarlo:
hoy, su historia, era esa carrera afiebrada en la que se consumían sus
fuerzas, era una ruta donde el tiempo se había detenido, para fundirse sólo en
el presente. Ajeno al pasado, ciego al futuro.
El dolor comenzó en su
costado, en su garganta, y sus muslos se paralizaban sin obedecerle. Se percató
que estaba a punto de detenerse, que había ido más rápido de lo que podía.
Suavizó la marcha, sorbió agua del pequeño tecomate que se
ataba a su costado y sintió un ardor en la planta de su pie derecho. No
podía detenerse. Lloró otra vez sin proponérselo conteniendo su garganta
convulsiva, y sintió que de súbito, lo envolvió una fuerza extraña, que casi
fue rabia, desesperación, soledad y locura. Su paso se aceleró, crispó sus
puños, y el vacío, el silencio, y el ritmo de sus órganos construyeron, otra
vez, un estado de existir, interno, extraño, sumergido en la gruta del tiempo
por el que suele desplazase la existencia inconsciente de otros seres no humanos.
La luz se volvió sombra, el tiempo era espera, espera en movimiento. ¡Qué
extraña sensación de morir estando vivo!, de detener el pensamiento, el
universo, estando siempre en movimiento.
Se le vio subir por los
cerros mientras unas aves negras le miraron oblicuas desde su
sincronizado vuelo. Una guacamaya escondida lo siguió con su mirada azul y
negra, desde su más que roja investidura. Dos pericos bañados en verde jade con
diademas amarillas, formaron una algazara a su paso bajo las ramas de una Ceiba.
Tres venados, gráciles y temerosos, saltaron ágiles a un lado de los arbustos
al ser rozados por su sombra. Un sin fin de mariposas se desprendieron de una
rama cuando el muchacho desbrozó un sendero con su cuerpo, y miles de puntos
amarillos como gotas de sol se perdieron en el fondo celestísimo del cielo.
Más allá, la sombra de un grupo de amates lo cubrió. -¿Por qué nacen alineados estas melenas verdes caprichosas de la tierra?- Llegó al rió, se inclinó al cruzarlo, y formando un huacalcon la palma de sus manos se mojó el rostro sin detenerse siquiera. Sus pies se lavaron en el agua, y la sangre de la herida dejó su rastro en la corriente: se confundió con el barro, después de deslizarse del lomo de aquellos minúsculos pececillos rojos que dibujaban círculos casi transparentes.
Más allá, la sombra de un grupo de amates lo cubrió. -¿Por qué nacen alineados estas melenas verdes caprichosas de la tierra?- Llegó al rió, se inclinó al cruzarlo, y formando un huacalcon la palma de sus manos se mojó el rostro sin detenerse siquiera. Sus pies se lavaron en el agua, y la sangre de la herida dejó su rastro en la corriente: se confundió con el barro, después de deslizarse del lomo de aquellos minúsculos pececillos rojos que dibujaban círculos casi transparentes.
Anoche, -lo recordaría
después- sintió el amor como nunca antes. Besó a su madre, abrazó a sus
hermanos, trabajó sin sueño. Frente a la luz del fuego su silueta era un
gigante que se reflejaba en las paredes de adobe de las casas. Por sus venas
fluyeron los siglos y por sus ojos desfilaron las generaciones del futuro.
Allí, junto a los suyos, no estaba solo; allí, en la víspera, supo que él era
un momento de los siglos, pero un momento por donde el tiempo debía de pasar si
quería ser mañana, futuro, historia. El murmullo ininteligible de las
voces en las sombras, le recordaron esas historias sagradas de tantas guerras
con victorias y derrotas que aprendió de la boca de su abuelo, de los otros
ancianos, de los sabios con los que siempre conversaba. Entendió
que a la mañana siguiente, la historia otra vez se escribiría para siempre. Que
otras voces repetirían estos hechos, hablarían de esta hazaña, rememorarían la
victoria o la derrota. Había llegado a comprender que siempre el pueblo renacía
con sus gestas, sus mitos, sus emblemas. Que una y otra vez, los reinos
murieron y nacieron sin olvidar su pasado: Tollán la eterna y sus
designios; el lenguaje sagrado; los libros. Nada podía terminar con el
fruto de los dioses que son los reinos, pues después de la muerte está la
historia sagrada que no cesa.
No quería más evocar esa
imagen de dolor que se retuvo en sus ojos mientras esperaba la señal en
la colina. No quería ver esa caída, ese cuerpo que se desplomó ya sin vida
sobre la tierra sudorosa, bañada ya de manchas rojas. Si bien no vio aquellos
ojos amados que moribundos le buscaron, sí percibió el heroico gesto,
terco, del coraje luchando contra la muerte inevitable, en ese ademán increíble
de la mano que busca su lanza, su arco o su flecha y que ignora que las fuerzas
le han abandonado para siempre con la vida. Le complacía más, evocar el
choque entre el valor inteligente y la rabiosa arrogancia de esas bestias
extrañas, ese momento mortal, pero heroico, en el cuál brotó la sangre
del que se creía invencible. Ese instante en que la sangre de Alvarado, el Tonatiuh, se
vertió como signo de victoria, de esperanza sobre la tierra seca.
Recordó como avanzó la bestia con esa piel gris que brillaba bajo el sol, y con su lanza filosa que era indestructible, mientras alguien, esperaba al final de su carrera la distancia precisa de acertar un golpe, de lanzar la flecha. El muchacho había visto esa maniobra, antes, cuando le fue enseñado el arte de la caza del jaguar en la noche plateada de los bosques; conocía ese sutil desplazamiento del cuerpo hacia el costado derecho, mientras el brazo del mismo lado, el más fuerte del cazador, lanzaba el golpe. Tonatiuh no lo imaginó en ese segundo oscuro de la ira, mientras arremetía desde su altura inalcanzable sobre su bestia de ojos tristes. Todos sus rivales habían fallado en el intento, y sus flechas se toparon inútiles, con la coraza de metal que cubría sus costados, su pecho y el fuego de su cara. …Pero, cómo escapar al movimiento inteligente de una mano que seguía un plan preciso, acertado, en busca de su objeto: el resquicio de carne desnuda de los miembros. La flecha atravesó la pierna y se clavó en la silla después de volar invisible atravesando el aire mudo y polvoriento. La sangre brotó a borbollones.
Recordó como avanzó la bestia con esa piel gris que brillaba bajo el sol, y con su lanza filosa que era indestructible, mientras alguien, esperaba al final de su carrera la distancia precisa de acertar un golpe, de lanzar la flecha. El muchacho había visto esa maniobra, antes, cuando le fue enseñado el arte de la caza del jaguar en la noche plateada de los bosques; conocía ese sutil desplazamiento del cuerpo hacia el costado derecho, mientras el brazo del mismo lado, el más fuerte del cazador, lanzaba el golpe. Tonatiuh no lo imaginó en ese segundo oscuro de la ira, mientras arremetía desde su altura inalcanzable sobre su bestia de ojos tristes. Todos sus rivales habían fallado en el intento, y sus flechas se toparon inútiles, con la coraza de metal que cubría sus costados, su pecho y el fuego de su cara. …Pero, cómo escapar al movimiento inteligente de una mano que seguía un plan preciso, acertado, en busca de su objeto: el resquicio de carne desnuda de los miembros. La flecha atravesó la pierna y se clavó en la silla después de volar invisible atravesando el aire mudo y polvoriento. La sangre brotó a borbollones.
El hombre de pelo rojo no imaginó su caída, y en los meses siguientes, nunca supo de dónde provino esa fiebre que le descubrió su impotencia; que amilanó despacio su exacerbada e insaciable ambición; que acrecentó la vergüenza y el dolor, haciéndole sentir el terror de la muerte. Nunca supo por qué la herida no sanaba, por qué la carne se podría y el dolor era tan intenso e iba desde sus dedos del pie a sus testículos, a su espalda a su cabeza. No sabía que esos hombres que vivían a la orilla del rio que divide los reinos, prestaron su secreto mortal a los guerreros. Las flechas de Tenochtitlan y de Atitlán no tenían veneno, pero la flecha que cayó en su pierna llevaba la saliva escondida que pudre la carne: la baba del diminuto batracio que se esconde tras las piedras con su azul de cielo o con su rojo intenso, entre las flores. Le robaría piel, lo haría cojo, y su soberbia le haría burla en los espejos. Y en ese instante del futuro, donde su cuerpo reclamaría fuerza para evitar la muerte, no podría esquivar la bestia que lo aplastaría mientras huía por las laderas de Xalisco, por los caminos verticales del Mitzón. No podría evitar el peso de la bestia que trituraría sus costillas, sus órganos, y que lo llevaría de la agonía prolongada hasta la derrota definitiva, hasta su muerte; que de Tenamaztle fuera, la victoria que empezó con Atonal.
Agonizaría tres días con la misma visión de Acajutla, con el mismo dolor que abrasaba sus órganos, con el mismo orgullo del que no acepta la derrota. En su lecho, recordaría los ojos inundados de horror de Tecuelhuatzin frente a su cara, escucharía las palabras de aquella mujer en aquel idioma ininteligible, pero que eran de dolor y eran de odio… una noche, bajo el cielo negro de Tlaxcala. Soñaría que lo aplastaba un caballo de oro sin cabeza y que el mar se cerraba en una ola de sombra sobre su cuerpo rojo… jadeó, blasfemó, hasta llegar al olvido eterno de otros sueños.
Las horas acarrearon las sombras, a sus espaldas, el muchacho no pude ver esa mancha inmensa color de fuego que se hundía en aquel mar, ni divisó las primeras estrellas en la parte más oscura de su cielo. Los grillos comenzaron ese canto ensordecedor, escondidos ya en las ramas oscuras de los árboles robustos; las aves, buscaron su habitual refugio en medio de gorjeos misteriosos, y en los ríos, los cangrejos retrocedieron a sus cuevas debajo de las piedras bajo el lodo. Callaron los pericos su algazara loca; cesaron los paseos de los pavos por el campo, y el viento fue más tenue, pero helado: la oscuridad lo trasformó en el triste frío de la noche. A sus espaldas, cerca de lo que fue su hogar, la luna iluminaba aquel milenario vaivén de olas incansables que ayer, fueron música que arrullaba la vida diurna y el sueño, y que ahora, eran un rumor de nostalgia que lloraba, hasta convertirse en elegía.
Había pasado medio día desde su partida, cuando entró a las primeras calles de Cuzcatlán. El lago ya era negro, y nada se movía encima de sus aguas. La gente lo siguió, expectante, despacio, hasta la casa del Señor y de sus príncipes, allí, atrás de aquel árbol que durante el día, mostraba sus flores de espuma rosada. Los que se amontonaban en la casa principal le abrieron paso; se detuvo, se arrodilló de cansancio y habló con esfuerzo y con tristeza:
“Hemos luchado, han matado a nuestra gente, se aproximan. Tonatiuh sangra y grita. La flecha de mi padre lo ha alcanzado, mas mi padre... ha muerto. Yo vengo a luchar la otra batalla”
La noche envolvió al pueblo. El tiempo se detuvo para dar paso a la espera, y en medio de un jardín no sembrado por nadie, un hombre miró las estrellas e imaginó un destino y una guerra sin fin en las montañas. Un jaguar rugió desde adentro de la noche: es el alma de un guerrero que recorre los campos de estas tierras.
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