El Aleph
prodigioso.
(Publicado en Revista Contrapunto. Agosto 2012)
Releyendo
esa maravillosa obra que sobre Fernando de Magallanes, escribiera Stefan Zweig,
me sorprendo en una tarde de domingo, en uno de esos lugares donde muchas
personas se congregan – llamados por el olor del café- con sus respectivas soledades y silencios, a pasar
las horas con sus miradas atentas sobre
las pequeñas pantallas de sus computadores y tabletas.
De repente, me
sorprende ser el único en ese sitio, que en lugar de algún dispositivo
electrónico, tiene un libro en sus manos. Este hecho, pienso, me da ciertas limitaciones,
o tal vez, me da ciertas ventajas. No lo tengo claro. Me intriga saber qué ven
en ese momento preciso, qué observan, qué leen los otros; y si de alguna forma
su mirada es más profunda, más amplia, de lo que yo experimento al leer como
aquel famosísimo personaje contornea con su nave el África y se avoca a la actual Singapur; o como navega
sobre gélidos mares bordeando la actual Argentina y penetra en un hasta ese
momento desconocido estrecho, ¡laberintico pasaje! que hoy lleva su nombre.
Al leer trato con mi mejor esfuerzo de
imaginar el mundo, de recordar los trazos de un globo terráqueo, de comparar
fechas, de visualizar rostros. No estoy seguro si eso puede ser mejor sustituido,
con un esfuerzo menor, con la ayuda de algunas de esas pequeñas y sorprendentes
máquinas que me ubicarían en un lugar preciso del planeta con una visión
inmediata y llena de plena nitidez. Podría
consultar todas las fechas, y evocar tal vez, claros retratos de históricos
personajes. Todo un universo de cosas para mí inalcanzables con mis modestos
recursos mentales.
De inmediato
recuerdo una semejanza que algunos creen encontrar entre un relato de Jorge
Luis Borges y la invención del internet. No sé, si lo que Borges quiso ver en
el Aleph fue - como afirman- la profecía de un universo cibernético. Esa
noción que él resume cuando dice que aquello era “uno de los puntos del espacio
que contiene todos los puntos”, o cuando apunta que: “ [el ] espacio cósmico
estaba ahí [ ] Cada cosa [ ] era
infinitas cosas, porque yo claramente las veía desde todos los puntos del
universo.” (El Aleph, Emecé, 2005. pág. 241)
No obstante, creo
ver en esa visión inusitada, algo más que eso que la mente humana ha creado
para facilitar sus funciones más complejas. De muchas maneras, como bien dirá
del lenguaje el mismo autor, pese a que la realidad es omnipresente y
multisensorial, el contacto consiente con ella a través de la percepción o la
memoria, por ejemplo, es sucesiva ( y yo agregaría, selectiva). De no serlo,
quedaríamos atrapados en un laberinto infinito de recuerdos -como ocurre
en Funes el memorioso, quien
pensó, escribe Borges en ese cuento “que en la hora de la muerte no habría
acabado aun de clasificar todos los recuerdos de la niñez”. Ver Ficciones. Emecé,
2002. pág. 169 - , con lo cual se desquicia
el diario vivir de nosotros los mortales.
El argentino lo
aclara: “lo que vieron mis ojos fue
simultaneo; lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es.” Para luego anotar: “Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de
América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un
laberinto roto [ ]”.
De esta forma, la
simultaneidad es el principal atributo de esa visión borgiana del Aleph, que es
como un sueño. Y… “qué sucede al despertar? Sucede que, como estamos
acostumbrados a la vida sucesiva, damos forma narrativa a nuestro sueño, pero
nuestro sueño ha sido múltiple y ha sido simultaneo” (Siete Noches. FCE. 1995, pág. 37)
En un
conferencia sobre Nathaniel Hawthorne, que aparece en su Antología Personal ( Bruguera, 1980) hay una idea parecida. Allí,
Borges refiriéndose a una narración del escritor norteamericano y a su
significado, dice: “es un símbolo
múltiple. Un símbolo capaz de muchos valores, acaso incompatibles. Para la
razón [ ] esta variedad de valores puede constituir un escándalo, no así para
los sueños que tienen su algebra singular y secreta. ”.( pág. 235).
Quizás lo que
Borges vio en el sueño, en la pesadilla, eso mismo que pudo imaginar en ese
punto donde convergen todos los puntos, sea lo mismo que hay en la escritura y
su relación con el lector. Tal vez no sea, un objeto en sí, o una suma de
cosas, sino más bien, un encuentro, una vivencia: esa que se produce entre el
que lee y el que escribe, mejor, entre lo escrito y el lector. El internet por
sí solo, no tiene ese milagro.
El signo de la
escritura tiene el prodigio de ser múltiple y la capacidad de ser simultanea.
Pero ese prodigio y esa capacidad solo se revela en el encuentro que se produce
entre, digámoslo así, el libro y su lector. La proeza de Magallanes es un hecho de
múltiples significados para la historia,
pero aun más, para la literatura.
Pero lo es en tanto que quien lee, cree ver e
imagina, aquello, que un segundo lector -aun creyendo e imaginando nuevas cosas-,
no repite sus significados: cada lector hace converger sobre la pagina,
múltiples puntos de un universo personal. Dos que leen lo mismo, leen cosas
diferentes. Lo leído, contiene en sí, ambas interpretaciones y muchas por
venir.
Por lo tanto, quizá,
no es el soporte, sino el texto. Sea electrónico o en papel, no pierde su profundidad,
la que cada lector le enriquece. Lo que
tal vez se pierde en aquel, quizás… sea la intimidad. El libro que acaricio,
hojeo y subrayo es mío, aunque lo comparta.
Me reconozco en sus páginas y en esos sus ininteligibles trazos de sus
márgenes. Al cerrarlo, una parte de mi, duerme. Es decir sueña o recuerda la
visión de mi Aleph prodigioso.
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