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Wakefield: el cuento maldito







No sé si a veces la literatura realiza o promueve un designio. No sé, si un cuento es capaz de definir un destino, el de algún lector: su víctima. No sé, si ha ocurrido antes, que lo alguna vez escrito se vuelva profecía, oráculo aterrador de alguna vida.


Adquirí ese libro ya hace 20 años, en las cercanías de aquella pequeña plaza San José, quizá en una calurosa tarde de San Salvador.  Me lo traje conmigo… Por años he visto el lomo de ese libro en el estante o sabía de su existencia en una caja cercana. Sin atreverme a abrirlo, tan siquiera a tocarlo.

Sabía que estaba allí, como una maldición escrita solo para mí. El terror y el más  insoportable dolor me invadían de lleno al repasar en el recuerdo, su argumento, tan siquiera. Sentía ese libro, ese cuento, burlarse, señalarme con un dedo acusador; quizás, sonreírse satisfecho al ver mi propia vida. Para mí era un libro maldito, en el que una vez leí una historia que al imaginarla en mi vida la sentí insoportable, para luego, sin quererlo, vivirla dolorosamente hasta la locura y sus delirios.

Ignoro las razones de no haberlo regalado, tirado lejos de mí en los momentos más punzantes de mi desgracia. No sé por qué no me deshice de él, como él se deshizo de mi vida. Creo que tal vez, en el fondo de mi ser, quise vencerlo en sus designios, ya estando yo derrotado por el peso de su misterio.

Wakefield, escrito por Nathaniel Hawthorne en 1842, “como estudio patético de las posibilidades humanas, anticipa [  ] las invenciones de Kafka”, reseña Borges en la edición de 1976 de Premia editora, (en la traducción de Luis Miguel Escartin). Y es que el personaje de Mr. Wakefield con su conducta, retrata rotundamente lo que más de las veces las impasibles causas y las decisiones humanas, hacen con la vida cotidiana, esa que nos hace ser lo que somos.

El cuento retrata como se abren, con la distancia,  momento a momento las heridas humanas, hasta volverse abismos insalvables, para luego, hacernos dejar de ser lo que un día fuimos. Y atestigua con insuperable fuerza, “que el hecho de salir por un momento de su sistema expone al hombre [a la persona ] al riesgo espantoso de perder para siempre su lugar propio en el todo del mundo.”

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