Cisnes
de pan y turrón.
Publicado originalmente en Diario Colatino. Revista TresMil.
Sobre la cuarta
calle oriente, en el tramo entre el parque Bolívar y la parte trasera del almacén
Simán, en San Salvador, existía una panadería. No he podido recordar ni
averiguar su nombre pero era allí, donde se vendían unos exquisitos cisnes
hechos de pan y turrón. El cuerpo del cisne lo formaban dos trocitos que
semejaban alas, pegados ambas partes por
un delicioso turrón blanco. Era en este turrón, en el centro del cuerpecito del
ave, que se incrustaba otro trozo delicado de pan, con la forma del cuello y la
cabeza. Su tamaño era el justo para caber, y nadar, en la palma de la mano de
un niño de cinco años.
Los colocaban en
unas cajitas pequeñas, donde se podían acondicionar, sin estropearse
mutuamente, unos cuatro de aquellos cisnes. Su olor, era fresco, dulce, pero
sin exceso, y se mezclaba en él, el azúcar, el huevo hecho miel vaporizada, la
harina hecha pan oscuro y sin duda, alguna vainilla invisible que coronaba el
aire a metros de distancia, y que el olfato de cualquier niño reconoce sin
nombrar como algo delicioso. Así, al pasar por enfrente de aquella panadería,
uno se retrazaba, se jaloneaba de la mano que lo sostenía, y quería conocer,
que va, saborear ese misterio tibio y casero, que por la puerta se escapaba
hacia la calle para disiparse en deseo.
A veces, uno era
afortunado y los pasos queridos de la madre, de la tía, o de la abuela, no
pasaban de largo, sino, que se detenían brevemente en esa puerta con gradas,
para- ¡ah, que sorpresa!- escalar al paraíso de donde provenía ese aroma cuya
forma uno ya conocía.
Veo frente a mi,
los mostradores, que llegados a la altura de mi frente, encerraban una inmensa
variedad de reposterías y panes, mas la vista hurgaba, con desespero, por el
lugar donde descansaban, en filas, aquellas hermosas criaturas de cuellos
delgados, altivas en su pequeñez,
diminutas en mi mano, pero inolvidables en el sentir del tierno paladar
de los infantes, al punto, de cruzar los lustros y las décadas, y seguir en la
memoria tan frescas como su olor mismo, como su forma.
¿Qué manos
prodigiosas habrán dado vida a esas criaturas del aroma? ¿Quién, fue esa
persona, que en silencio, frente al abrasante calor de un horno, trabajaba para
hacer surgir el milagro repetido, como
llama al pan Neruda? ¿Dónde está, dónde se habrá ido, injustamente olvidada por
las gentes mayores? ¿Cuál era tu nombre: Juan, Sonia, Pedro, Carolina?
Donde estés, si
es que aún estás en este mundo, gracias por llevarme, por virtud de tu oficio,
al centro de un terruño desaparecido, al corazón de mis recuerdos, que
conservan intactas las obras de tus manos, desde el sagrado anonimato de los
que sin proponérselo, van construyendo el mundo de los otros.
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