Como una caja hecha de música y palabras.
(Publicado originalmente en Diario Colatino. Revista TresMil en Agosto 2011)
Recuerdo nuestro antiguo radio. Mi abuela lo compró allá por los
años 50, cuando ella aún era joven... He sabido que lo compró en el almacén Philips,
que se ubicaba frente al parque Bolívar, sobre la Calle Rubén Darío. Era aquel
aparato una caja cuadrada color crema, con una cubierta oscurecida. Dos botones
tenia simplemente, grandes ambos: uno para sintonizar las emisoras y el otro
para ajustar el volumen; un botón a cada lado, colocados a los extremos de una
línea de números negros. Estaba siempre ese radio puesto allá, arriba de
ese ropero de madera que siempre estuvo
allí con nosotros. Un radio inalcanzable, empotrado para siempre en los días de
mi infancia, a una distancia que resultaba imposible a cualquier curiosidad o
travesura que pudiera ocurrírseme.
De allí, de ese radio, emergieron los personajes de los cuentos
infantiles que la Radio Nacional trasmitía cada tarde: La caperucita roja, Hansel y Gretel, La bella durmiente… De esta forma, yo miraba frente a mí la imagen
de aquellos dos infelices niños que su madrastra perdía en el bosque y que una
mala mujer quería devorar. ¡Con cuánto horror “veía” a aquel niño sacar su falso dedo por entre los barrotes de su encierro, y
engañar a su victimaria! Temblaba yo al
imaginar que fuera descubierto…
¿Cómo podré olvidar el sonido del hacha que golpeaba el tronco de
aquel árbol de frijol, para que el gigante cayera? ¿Cómo espantar de mí, la voz de aquella bruja
que ofrecía a Blanca Nieves una roja manzana? Mi infancia se llenó de esos
temores. Y así, el mal hizo su presencia por primera vez en mi vida, venido de
esos cuentos, que como se sabe, nunca
fueron cuentos escritos para niños.
De aquel radio también, a través de voces que no comprendía, venían
las noticias del mundo de allá afuera. Quizás se anunciara ahí, que un día por
la tarde, jóvenes estudiantes eran aplastados por tanques sobre el puente que
está enfrente del Seguro Social; que arribaban a El Salvador por el aeropuerto
de Ilopango, los protagonistas de Titanes en el rin; que no sé cuantos
salvadoreños marchaban a construir Arabia Saudita; que mataron un poeta; que
Borges se casaba con una muchacha de 18 años (pese al desacuerdo feroz de mi
familia); que mataron a John Lennon; que moría Elvis Presley; que el FAS perdía
cuatro a uno contra el Olimpia, en Paraguay…
El mundo parecía llegar a mí a través de aquella extraña caja, sin
saber, que era yo quien arribaba al mundo por su venia.
De allí venían las canciones que mi madre cantaba. Conocí a Pedro
Infante, sobre todo; a Javier Solís, a
Camilo Sesto, y un poco después a Julio Iglesias. Este último, era el que más
nos visitaba a la mitad de la mañana. Y de allí, de ese radio, venían, y continuarían viniendo con los años,
esos extraños cantos a la que con el tiempo me fui acostumbrando. Digo cantos
extraños, por decir un nombre. Para mi eran voces que me hablaban en una
forma desconocida. Voces diferentes a las que había ya escuchado;
todas distintas…pero finalmente envueltas en un sonido común, como una lluvia;
en un fluir rítmico, como un río o cascada llena de rumores incesables.
Llegaban estas voces en un idioma incomprensible. Aparecían a todas
horas. Llenaban la casa, -o las casas que en nuestro peregrinar fuimos habitando-, desde el piso hasta el
techo, y de pared a pared. Llegaban cuando se iba la tarde, -a esa
hermosa hora donde una tenue luz precede a lo que va a ser un firmamento
estrellado-, para luego quedarse por la noche, la oscura noche, llena aun de las horas
quietas de esa edad donde el tiempo nunca acaba..
Sé que unas voces eran de mujer, de mujeres, y distinguía otras
varoniles. Pero me inquietaban aquellas irreconocibles para mí, en su género,
como de niño y niña, de hombre y de mujer al mismo tiempo. ¿Qué extraña persona
podía articularlas? Les escuchaba furibundas. Les oía tiernas, melodiosas, casi
al borde del llanto o del sollozo mismo que emerge de un dolor inconsolable,
para luego, volverse violentas, iracundas, recias y secas… Y el espacio se
llenaba de esos sentimientos.
A veces, aparecían de repente
en un pasillo. Venían de debajo de las escaleras, o provenían del jardín.
Quizás se metían por los ventanales o las abiertas puertas que daban a la calle.
Me rodeaban, me cercaban como muros trasparentes de sonidos humanos, es
decir, de voces que se agrupaban en el cauce
invisible que las contenía, para luego estallar en manantial, o en un riachuelo
que no cesaba de correr; que chispeaba, que se arremolinaba, para luego volver
a su fluir sedoso o a su saltar abrupto… Y se fueron quedando en la memoria.
Tal vez, fue que las imaginaba en su ausencia, las evocaba de alguna forma en
mi infantil manía, no como eran, si no,
como podían ser recordadas: susurros, onomatopeyas inventadas, suaves golpes en
el tambor de mis juguetes.
Cuando no eran voces…era creo…música. Música despojada de palabras.
La diferenciaba de aquella otra confluencia de sonidos -que hoy reconozco como
ópera, o en su caso, como aria, cantata o coro-, porque ésta estaba sola. Sola
consigo misma, sola en su todopoderosa presencia. Sola, en su infinito
repertorio. No necesitaba nada, a nadie, se bastaba sola. Su imperio era
absoluto sobre todo lo que le rodeaba.
Ahora, parece tan simple nombrar aquello, sustantivarlo con la
palabra música. Pero no sé cuando la
empecé a nombrar así, a ponerla a parte de las cosas, de los otros sonidos.
Porque es un misterio cómo los humanos llegamos a ese momento en el cual, llamamos a esos sonidos con ese suave nombre…
música. ¿Cuándo pasamos a distinguir los cantos de un violín, los tonos de un
piano, de… digamos, el pasar del viento, el lejano gorjeo de las aves, o el
sonido de las ramas? ¿En qué preciso momento, siendo niños, decimos de ésto,
música, y de aquéllo, lluvia? Lo ignoro. Creo, que hay un momento en que la
naturaleza y la música son la misma cosa en el oído de las almas infantiles, en
que lo que nos rodea es un todo, y por lo tanto, es un todo lo que oímos. Tan
bello esto que escuchamos cuando pasamos por un parque y zumban las abejas; tan misterioso, como lo que viene de allá, de
esos instrumentos en el centro de la plaza, amenizando la tarde de un domingo,
o la conmemoración de aquella estatua.
Es que de las cosas, de los elementos, de su crujir, cuando es rama
que se mece; del quebrarse, cuando es tronco que se tuerce; del soplar, cuando
es viento que se mueve; del chisporrotear, cuando es fuego que se enciende y
que se expande; del fluir, cuando es agua que se escapa; del rugir, cuando es
trueno; del gemir, cuando es tormenta o mar embravecido, quizás de ahí, los humanos fuimos inventando
otro lenguaje para que dialogara con las cosas, y pasamos, de la voz, de las
manos -que se rozan, se golpean o se ahuecan- al tambor, que fue ya trueno; a la concha, que fue ya ave; a las
cañas, que fueron brisa cantarina. Y
fuimos aprendiendo otros lenguajes, hasta llegar al enamorado cantar de la
guitarra, al alegre bullicio del charango, a la saltarina marimba, al recatado
chelo, a la fastuosa trompeta, al magnífico piano, al divino violín, a la dulce
flauta, al serio oboe, al ronco trombón, al irreverente platillo, al sutil
triángulo, al refunfuñante bajo.
Pero digo… aquella música que
salía de ese viejo radio, estaba sola con su maravilla. Y empapeló paredes y
repintó puertas; y abrió ventanas. Puso todo de un color nuevo: le sacó brillo
a los tejados y se convirtió por último, en un resplandeciente eco de mi
corazón. Pero era difusa…Me parecía similar esa de ayer, a la de este día, o a la
que escuchaba después. Hasta que un día,
con los años, empecé a distinguir sus melodías, -venidas del marfil y la
madera, del cuero y del metal- que conservan la memoria de sí mismas, y que se vuelven
siempre a su acordada forma, a su mismo origen. Una tarde, quizás, dejé de ver
lo que miraba, para buscar algo que reconocí, que recordé, porque era hermoso:
esa sonata de Bach, Jesús, gozo del deseo
de los hombres, que reconocí en medio del ruido de un anuncio comercial. Sé que ya la había disfrutado, y la reconocía
mi memoria como se reconoce la presencia de alguien que queremos. No sabía cómo
estaba ahí, cómo se llamaba, quién la había imaginado. Tan sólo disfrutaba de,
otra vez, haberla encontrado, como cuando en la adultez, vuelve un amigo de la
infancia.
Después, pasé de los reencuentros, a dejarme sorprender por su
visita inesperada, hasta atesorar mi memoria de sus invisibles formas; hasta
que se volviera… equipaje,
acompañante, en mis viajes constantes al
destino, donde hallé amor, dolor o desamparo. En mis regresos, subido en la
nostalgia, hacia el pasado, y en la ruta de los sueños, sobre la proa de las
ilusiones, del futuro.
Aquella caja, que era de mi
abuela, fue uno de todos los obsequios
que me ha dado. Lo puso enfrente de mi vida sin decirme nada, como se entregan
los regalos más preciosos. La he buscado entre sus cosas, sin encontrarla. Le
he preguntado a su dueña que dónde la puso, pero ella ya no se recuerda de qué
le estoy hablando…Mas me alegra verle sonreír emocionada, al escuchar en una
tarde a Pavarotti cantarle O sole mio.
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