La otra casa de mis días de infancia, a parte de esa gran casona ya desaparecida de la calle Arce, era la casa de mi verdadera abuela materna, ubicada en lo que aún hoy es la Colonia Ferrocarril, a un costado del Cementerio Nacional, y a un par de cuadras del Mercado Central de San Salvador. Allí pasaba -ya empezando la primaria-, al menos dos fines de semana al mes. Y esa estadía resultaba más que interesante por dos razones, primero, porque en ella vivían dos tíos, adultos ambos, que me hacían participar de sus para mi novedosos intereses, y que con el correr del tiempo, veo cuanto hubieron de influir en mi formación personal y mi visión de la vida, de esa vida que comenzaba a desarrollarse ante mis ojos, a mitad de la década de los años setenta.
Recuerdo haber escuchado en esa casa, por primera vez, la palabra Mozart, al tiempo que evoco frente a mí a uno de mis tíos con un disco grande en la mano -un LP como se le llamaba entonces-, en cuya carátula, una mujer estaba sentada frente a un piano. Por muchos años creí que esa señora era la que llevaba ese nombre. También, y esto ha sido imborrable y simbólico a lo largo de mi vida, había colgado en la pared, arriba de una de las camas, un especie de fotografía, con algo escrito en la parte inferior. Pronto tuve la detallada explicación de quién era esa persona y qué es lo que estaba ahí escrito, en letras pequeñas que yo no alcanzaba a distinguir (porque también, fue en esta casa que descubrieron que aparte de curioso, yo era miope). Bueno, la foto en la pared era de Roque Dalton, que se encontraba sentado frente a un micrófono, de esos grandes, antiguos, que se veían en la televisión en las películas en blanco y negro. El poeta, vestía una camisa a cuadros y se había puesto una sonrisa, que hoy puedo definir como… sarcástica. Lo que había escrito abajo, era el Poema de Amor. Y ya con ello digo todo sobre el ambiente y las cosas que se platicaban entre mis tíos y mi abuela, en esa mi segunda casa de la infancia.
La segunda razón que hacia interesante la estadía en esa casa, era que después de escuchar a mi abuela decir, vamos a ir al mercado, yo sabia que empezaba una extraña aventura en la que iba a poner en juego todos mis sentidos, y algo más, la imposible capacidad infantil de la paciencia. Pero quizá, ese tramo insoportable a veces, iba a ser compensado por el descubrir de un sabor nuevo, o por la imagen visual de un ser desconocido, o por la textura de alguna superficie ignorada, en fin, por algo que siendo nuevo, seria para mi, no sólo interesante, sino, inolvidable.
Cuando hablo de la paciencia en mis visitas al Mercado Central, me refiero a que muchas veces, llegados a mitad de la aventura, con las bolsas ya llenas de comparados, mi abuela me dejaba parado en una de las puertas esperándola, mientras ella, incursionaba una vez más por las cosas que faltaban. Y esa espera, era interminable, inaguantable a veces. Primero, por que temía perderme. Pensaba que en esa multitud ella podía confundirse de puerta, y no encontrarme, o no verme -yo tendría ocho o nueve años, y el paso de tanta gente enfrente de mí, podía ocultarme a su mirada-. Así que yo esperaba en el portón convenido, lleno de pavor, pues de no encontrarme, no sabría yo mismo como salir de ese laberinto de cosas y personas, de olores, de bullicio.
Mi abuela era una experta cocinera, por lo tanto, su habilidad para las compras era irrefutable. Cuarenta años de trabajo como cocinera principal en las casas de las familias Dueñas, Regalado o Dutriz -algunas de las más acaudaladas del país-, le habían dado esa habilidad, que ahora ella regalaba a hijos, nietos, amigas y vecinos. Pero quiero hablar de esa aventura, de esas visitas a un lugar tan particular e inolvidable que es un mercado, y especialmente, las sensaciones que ese lugar me fue prodigando en mi más que abierta inquietud de niño.
Recuerdo especialmente las cosas que veía en cada pabellón. Porque el mercado, aún ahora se “ordena” en pabellones, y cada uno contiene una serie particular de cosas: las carnes, las flores, la comida, las verduras, etc. En el pabellón que visitábamos primero se hallaban las verduras. Allí, en el suelo, o en mesas de cemento muy largas, se apilaban los tomates, enormes, del tamaño de una pelota de béisbol algunos, con un olor penetrante, que se intensificaba todavía más en la cocina, al partir el cuchillo eso que Neruda llama su carne "sin coraza, y sin espinas”. Creo que no he visto otra vez tomates tan grandes como los de mi infancia, y tan limpios, lustrosos, tan sanos -¿no será que los niños que fuimos nos dejan la memoria intensificada de las cosas? Luego, venían las cebollas, con sus tallos verde-oscuro, tallos gruesos con su ácido olor, que siempre en su abundancia, resulta insoportable. Estaban allí además, las zanahorias con sus grandes hojas estiradas; los pepinos, las lechugas gigantes, los rábanos -que en manojos apiñados, se agrupaban como esa misma multitud que me rodeaba, sobre el estrecho espacio de un canasto, como un gentío de cabezas rojos y vestidos color verde-. Por allá, se encontraba las remolachas, cocinadas ya, colocadas en recipientes de aluminio anchísimo, que yo veía rebalsar de un jugo intensamente rojo, color de la sangre de la misma remolacha. Había pacayas, largas, extrañas, exóticas, colocadas con delicadeza sobre mantos verdes hechos de la hoja del árbol del plátano. Estaban los chiles, el verde, el rojo; el chile seco, el chile ciruela. Los aguacates, pesados, redondos, de carnes exquisitas y suaves, que uno siempre disfruta con unos granos de sal y una recién hecha tortilla que exhume aún, el olor del maíz nuevo sobre la losa caliente.
Entre las verduras, estaban las plantas comestibles, o simplemente los montes, como se acostumbra llamarles, aditivo imprescindible de cualquier cocina que recuerdo: el chipilin, para la sopa; la mora, de igual uso; el perejil, la hierbabuena, la verdolaga, la albahaca, el epasote. De vez en cuando, descubría el loroco, con su olor inconfundible, destinado para el uso casi mundialmente exclusivo de las pupusas de queso. El izote, que se come frita con huevo. El motate, que nunca probé. El brócoli, que siempre me pareció un arbolito enano.
Las frutas, eran vecinas de las hortalizas. ¡Ah, que exquisitez esa de las anonas, las blancas y las rosadas! Sobre los canastos, abierta su cáscara gris a fuerza de maduras, cáscara triste que esconde esa pulpa suave, olorosa, dulce, que se evapora en la boca, tan sutil, como una azúcar hecha más de aroma que de sustancia, más de suavidad que de textura, más de exquisitez que de materia.
Se encontraban aquí, sin evitar, las papayas, con sus dientes negros en hileras; los mangos, de todas las tonalidades, ora rojos, ora amarillos, ora anaranjados, ora casi tocando el morado, con múltiples formas sin perder la propia, para no dejar de ser reconocidos: el indio, el ciruela, el mechudo, el liso. Los jocotes, pequeña guarida roja a veces, de esa carne vegetal tan escurridiza que está hecha de jugo. Los había de castilla o de corona, el llamado tronador o indio; los verdes, más ácidos aún que dos limones. Se amontonaban los bananos o "guineos" en sus diferentes especies: majonchos, enanos, de ceda, manzano -tampoco faltaban los llamados tambien indios-, delicadamente recostados uno sobre otro sobre sus propios racimos. El inolvidable zapote, áspero en su superficie, cafe-anaranjado en su carne, con su sabor liso, ¡oh gelatina emanada de la tierra!.. La sandia, la fruta más grande de todas, que si bien cargarla hasta la casa era un martirio, comerla era el paraíso para un adulto o para un niño, hasta quedar repleto de sus jugos de agua rosada y carne casi transparente, que se confunde con el color de las mejillas, como un tinte exclusivo del glotón que la devora. La imprescindible naranja, para el paseo, la escuela o la cena; sin semilla o “semilluda”, pequeña o enorme, fresca y deliciosa. Los nísperos, las piñas, el melón, -imposible de ocultar por su olor que se escabulle-, las guanabas, quizá primas de la anona, con su textura indescriptible. Y las frutas aquellas que tienen aquel nombre que a mí me daba risa y al mismo tiempo pena: las manzanas pedorras. Y esa otra , tan extraña, que se llama paterna, de semillas verdes arropadas que se comen con limón, que al abrir esa larga vaina enorme que las esconde, se presentan como novias de vestido blanco, listas a ser desnudadas por el paladar. Y los pequeños soles olorosos que son los nances, y ese como caviar frutal que encierra la granadilla.
Pasar por entre este mar de vegetales y de frutas, era una travesía de locura cuando el calor de la fatiga empezaba a reclamar un poco de aquellas mieles que se ofrecían en silenciosa cornucopia de sabores, colores y aromas.
Llegábamos al área de las carnes, la menos atractiva. Jirones colgantes de sustancias llenas de sanguazas y tintes amarillos de grasa penetrante. Hígados, corazón, sesos, testículos, riñones, lenguas exangües, tripas de olor desagradable, -pero que adobadas y aderezadas con especies, se vuelven un caldo exquisito confundidas en la yuca, el repollo, el elote, la zanahoria, la pimienta, la sal, el plátano verde, hasta formar eso que se le llama Sopa de Mondongo-. Los cuchillos de todas formas y tamaños, tirados sobre las mesas o las tablas de cortar, te recordaban que el regateo, el enfado o el desaire, podía tener sus riesgos en el trato con las vendedoras, a las que yo veia siempre iguales: de brazos regordetes, de pechos abundantes, de mejillas amplias, y me confundía, lo amable que eran cuando uno se acercaba, y lo toscas que se volvían cuando uno se alejaba sin comprarles. En esta parte se encontraban los pollos, enteros o descuartizados. Omitiré los detalles. Uno salía como asustado de esa área, casi decidido a no probar nunca más la carne.
El área dedicada a los quesos me resultaba más atractivo. A uno le regalaban pedacitos de queso como prueba de la calida de los productos. Allí comprobé la magia del lenguaje descriptivo. Es que uno conocía el queso que era duro y blandito, al mismo tiempo, el de capita, el de mantequilla, el duro, pero también el duro viejo. Y allí estaba el enredo, el queso fresco, corriente o especial, o sea, muy salado o comestible; la crema, por igual, corriente o especial. Pero acá, ambas exquisitas. Mi estatura me ocultaba la figura de la vendedora. Las marquetas amarillas de los quesos se apilaban desde el suelo hasta más allá de mi medida. Pero mi mano siempre conseguía un pedazo de la prueba que ya era convenida.
Algunas veces bajábamos al sótano, oscuro, interminable, con su asfixiante olor a plumas de gallina, que encerradas en cajas de madera inundaban de cacareos ese ambiente de catacumba avícola. Allí se vendían los huevos. Los corrientes, blancos y cafés, y con paciencia, se encontraban los de amor, aquellos nacidos en los patios traseros de alguna pequeña casa, y cuyos vendedores eran tan sólo ocasionales. En el sótano, se vendían de igual forma las iguanas, y no era extraño encontrar un armadillo, entero, o ya cortado en pedazos. Y allí también se hacia los chorizos, en una maquinita como molinillo, en la que por uno de sus lados, se metían las sobras de las carnes, y del otro lado – lado que parecía un tubo-, se adhería una tripa ya vacía, que se rellenaba de la carne, que por allí, salía ya molida.
Ya cansados, mi abuela se detenía donde yo más quería: el puesto de los refrescos naturales. Siempre el mismo, el más abarrotado por la gente, el de más demanda. Acá, uno hacia uso de su mejor albedrío, de una ambivalente capacidad de decidir, para luego arrepentirse y volver a elegir lo que se dijo primero. Es que era una ardua tarea decidirse entre el fresco de ensalada, de cebada, de horchata, de agua dulce, de guanaba, de piña, de coco, de jocote, de carao, de carao con leche, de horchata con leche, de marañon, de mamey, de chan, de leche con café, de naranja, de tamarindo, y qué se yo de que otra delicia que aplacara la fatiga de aquella interminable caminata.
Por doquier uno se topaba con niños y niñas correlones, que en canastos más pequeños pregonaban ambulantes los productos que sus padres ofrecían. Uno veía pasar las melcochas, ese dulce provenido de la melaza de la caña; el alboroto, hecho de maíz reventado y azucares; mangos verdes ya cortados, con chile liquido y eso que llamamos Aihuashte, que son las semillas de calabazas ya molidas. También deambulaban señoras que vendían café caliente con pan dulce (semitas, milhojas, peperechas, abuelitas, mariasluisas, cachitos, pastelitos, o la siempre demandada quesadillas, o salpores que se venden siempre junto al marquezote). O se ofrecian los atoles, de elote, el atole shuco, y si tenias suerte, el de piñuela.
Pocas veces, después, visitábamos el lugar de las cocinas, pues allí se vendían las tortillas. Pero al hacerlo, ya como ultima etapa del viaje, el menú era irresistible con los puestos de sopas, ya sea de pollo, de res, de mondongo, de fríjol con pellejo de cerdo, de arroz con hueso de tunco (marrano), o cuche, o cochino, o chancho, como se le quiera llamar. Luego recuerdo los rellenos, que en su interior tenían carne o queso, cubiertos con una capa hecha con la clara del huevo y jugos de tomate. El relleno de ejotes, con queso adentro; de pacayas, rellenas también de queso; de chile verde, rellenas de carne; de papa o de huisquil, rellenos de queso; de tomate, rellenas de carne de cerdo. Los volcanes de arroz blanco o amarillo sobre las cacerolas; el pollo asado o guisado. La carne deshilada, salcochada o azada. El picadillo o salpicón, la lengua entomatada; el hígado encebollado, los chorizos. Se dejaba ese pabellón, convencido, que nada se desperdiciaba, que todo en la cocina se podía transformar de crudo, de amargo, de extraño, a suculento, oloroso, atractivo y exquisito.
Las cocinas se ubicaban en el extremo sur -poniente del mercado, misma dirección en que se ubicaba, pero en las afueras del edificio, un enorme recipiente que recordaba a un Zeppelín caído, donde se almacenaba el gas que iba a dar a las cocinas. Este era un punto de referencia importante. Mi abuela me decía, si un día te perdés, me esperás en el tambo. “El tambo”, así le llamaba la gente a ese recipiente descomunal de gas propano. Nunca me perdí. No tuve necesidad de arrimarme a ese extraño objeto que en el descuido o la mala intención de algún fumador malvado, pensaba, me podía hacer volar por los aires, en dirección al cementerio, ese de allí enfrente, lugar que de suyo, es digno de otra historia.
Jorge Castellón
Houston Texas.
Junio de 2008
Recuerdo haber escuchado en esa casa, por primera vez, la palabra Mozart, al tiempo que evoco frente a mí a uno de mis tíos con un disco grande en la mano -un LP como se le llamaba entonces-, en cuya carátula, una mujer estaba sentada frente a un piano. Por muchos años creí que esa señora era la que llevaba ese nombre. También, y esto ha sido imborrable y simbólico a lo largo de mi vida, había colgado en la pared, arriba de una de las camas, un especie de fotografía, con algo escrito en la parte inferior. Pronto tuve la detallada explicación de quién era esa persona y qué es lo que estaba ahí escrito, en letras pequeñas que yo no alcanzaba a distinguir (porque también, fue en esta casa que descubrieron que aparte de curioso, yo era miope). Bueno, la foto en la pared era de Roque Dalton, que se encontraba sentado frente a un micrófono, de esos grandes, antiguos, que se veían en la televisión en las películas en blanco y negro. El poeta, vestía una camisa a cuadros y se había puesto una sonrisa, que hoy puedo definir como… sarcástica. Lo que había escrito abajo, era el Poema de Amor. Y ya con ello digo todo sobre el ambiente y las cosas que se platicaban entre mis tíos y mi abuela, en esa mi segunda casa de la infancia.
La segunda razón que hacia interesante la estadía en esa casa, era que después de escuchar a mi abuela decir, vamos a ir al mercado, yo sabia que empezaba una extraña aventura en la que iba a poner en juego todos mis sentidos, y algo más, la imposible capacidad infantil de la paciencia. Pero quizá, ese tramo insoportable a veces, iba a ser compensado por el descubrir de un sabor nuevo, o por la imagen visual de un ser desconocido, o por la textura de alguna superficie ignorada, en fin, por algo que siendo nuevo, seria para mi, no sólo interesante, sino, inolvidable.
Cuando hablo de la paciencia en mis visitas al Mercado Central, me refiero a que muchas veces, llegados a mitad de la aventura, con las bolsas ya llenas de comparados, mi abuela me dejaba parado en una de las puertas esperándola, mientras ella, incursionaba una vez más por las cosas que faltaban. Y esa espera, era interminable, inaguantable a veces. Primero, por que temía perderme. Pensaba que en esa multitud ella podía confundirse de puerta, y no encontrarme, o no verme -yo tendría ocho o nueve años, y el paso de tanta gente enfrente de mí, podía ocultarme a su mirada-. Así que yo esperaba en el portón convenido, lleno de pavor, pues de no encontrarme, no sabría yo mismo como salir de ese laberinto de cosas y personas, de olores, de bullicio.
Mi abuela era una experta cocinera, por lo tanto, su habilidad para las compras era irrefutable. Cuarenta años de trabajo como cocinera principal en las casas de las familias Dueñas, Regalado o Dutriz -algunas de las más acaudaladas del país-, le habían dado esa habilidad, que ahora ella regalaba a hijos, nietos, amigas y vecinos. Pero quiero hablar de esa aventura, de esas visitas a un lugar tan particular e inolvidable que es un mercado, y especialmente, las sensaciones que ese lugar me fue prodigando en mi más que abierta inquietud de niño.
Recuerdo especialmente las cosas que veía en cada pabellón. Porque el mercado, aún ahora se “ordena” en pabellones, y cada uno contiene una serie particular de cosas: las carnes, las flores, la comida, las verduras, etc. En el pabellón que visitábamos primero se hallaban las verduras. Allí, en el suelo, o en mesas de cemento muy largas, se apilaban los tomates, enormes, del tamaño de una pelota de béisbol algunos, con un olor penetrante, que se intensificaba todavía más en la cocina, al partir el cuchillo eso que Neruda llama su carne "sin coraza, y sin espinas”. Creo que no he visto otra vez tomates tan grandes como los de mi infancia, y tan limpios, lustrosos, tan sanos -¿no será que los niños que fuimos nos dejan la memoria intensificada de las cosas? Luego, venían las cebollas, con sus tallos verde-oscuro, tallos gruesos con su ácido olor, que siempre en su abundancia, resulta insoportable. Estaban allí además, las zanahorias con sus grandes hojas estiradas; los pepinos, las lechugas gigantes, los rábanos -que en manojos apiñados, se agrupaban como esa misma multitud que me rodeaba, sobre el estrecho espacio de un canasto, como un gentío de cabezas rojos y vestidos color verde-. Por allá, se encontraba las remolachas, cocinadas ya, colocadas en recipientes de aluminio anchísimo, que yo veía rebalsar de un jugo intensamente rojo, color de la sangre de la misma remolacha. Había pacayas, largas, extrañas, exóticas, colocadas con delicadeza sobre mantos verdes hechos de la hoja del árbol del plátano. Estaban los chiles, el verde, el rojo; el chile seco, el chile ciruela. Los aguacates, pesados, redondos, de carnes exquisitas y suaves, que uno siempre disfruta con unos granos de sal y una recién hecha tortilla que exhume aún, el olor del maíz nuevo sobre la losa caliente.
Entre las verduras, estaban las plantas comestibles, o simplemente los montes, como se acostumbra llamarles, aditivo imprescindible de cualquier cocina que recuerdo: el chipilin, para la sopa; la mora, de igual uso; el perejil, la hierbabuena, la verdolaga, la albahaca, el epasote. De vez en cuando, descubría el loroco, con su olor inconfundible, destinado para el uso casi mundialmente exclusivo de las pupusas de queso. El izote, que se come frita con huevo. El motate, que nunca probé. El brócoli, que siempre me pareció un arbolito enano.
Las frutas, eran vecinas de las hortalizas. ¡Ah, que exquisitez esa de las anonas, las blancas y las rosadas! Sobre los canastos, abierta su cáscara gris a fuerza de maduras, cáscara triste que esconde esa pulpa suave, olorosa, dulce, que se evapora en la boca, tan sutil, como una azúcar hecha más de aroma que de sustancia, más de suavidad que de textura, más de exquisitez que de materia.
Se encontraban aquí, sin evitar, las papayas, con sus dientes negros en hileras; los mangos, de todas las tonalidades, ora rojos, ora amarillos, ora anaranjados, ora casi tocando el morado, con múltiples formas sin perder la propia, para no dejar de ser reconocidos: el indio, el ciruela, el mechudo, el liso. Los jocotes, pequeña guarida roja a veces, de esa carne vegetal tan escurridiza que está hecha de jugo. Los había de castilla o de corona, el llamado tronador o indio; los verdes, más ácidos aún que dos limones. Se amontonaban los bananos o "guineos" en sus diferentes especies: majonchos, enanos, de ceda, manzano -tampoco faltaban los llamados tambien indios-, delicadamente recostados uno sobre otro sobre sus propios racimos. El inolvidable zapote, áspero en su superficie, cafe-anaranjado en su carne, con su sabor liso, ¡oh gelatina emanada de la tierra!.. La sandia, la fruta más grande de todas, que si bien cargarla hasta la casa era un martirio, comerla era el paraíso para un adulto o para un niño, hasta quedar repleto de sus jugos de agua rosada y carne casi transparente, que se confunde con el color de las mejillas, como un tinte exclusivo del glotón que la devora. La imprescindible naranja, para el paseo, la escuela o la cena; sin semilla o “semilluda”, pequeña o enorme, fresca y deliciosa. Los nísperos, las piñas, el melón, -imposible de ocultar por su olor que se escabulle-, las guanabas, quizá primas de la anona, con su textura indescriptible. Y las frutas aquellas que tienen aquel nombre que a mí me daba risa y al mismo tiempo pena: las manzanas pedorras. Y esa otra , tan extraña, que se llama paterna, de semillas verdes arropadas que se comen con limón, que al abrir esa larga vaina enorme que las esconde, se presentan como novias de vestido blanco, listas a ser desnudadas por el paladar. Y los pequeños soles olorosos que son los nances, y ese como caviar frutal que encierra la granadilla.
Pasar por entre este mar de vegetales y de frutas, era una travesía de locura cuando el calor de la fatiga empezaba a reclamar un poco de aquellas mieles que se ofrecían en silenciosa cornucopia de sabores, colores y aromas.
Llegábamos al área de las carnes, la menos atractiva. Jirones colgantes de sustancias llenas de sanguazas y tintes amarillos de grasa penetrante. Hígados, corazón, sesos, testículos, riñones, lenguas exangües, tripas de olor desagradable, -pero que adobadas y aderezadas con especies, se vuelven un caldo exquisito confundidas en la yuca, el repollo, el elote, la zanahoria, la pimienta, la sal, el plátano verde, hasta formar eso que se le llama Sopa de Mondongo-. Los cuchillos de todas formas y tamaños, tirados sobre las mesas o las tablas de cortar, te recordaban que el regateo, el enfado o el desaire, podía tener sus riesgos en el trato con las vendedoras, a las que yo veia siempre iguales: de brazos regordetes, de pechos abundantes, de mejillas amplias, y me confundía, lo amable que eran cuando uno se acercaba, y lo toscas que se volvían cuando uno se alejaba sin comprarles. En esta parte se encontraban los pollos, enteros o descuartizados. Omitiré los detalles. Uno salía como asustado de esa área, casi decidido a no probar nunca más la carne.
El área dedicada a los quesos me resultaba más atractivo. A uno le regalaban pedacitos de queso como prueba de la calida de los productos. Allí comprobé la magia del lenguaje descriptivo. Es que uno conocía el queso que era duro y blandito, al mismo tiempo, el de capita, el de mantequilla, el duro, pero también el duro viejo. Y allí estaba el enredo, el queso fresco, corriente o especial, o sea, muy salado o comestible; la crema, por igual, corriente o especial. Pero acá, ambas exquisitas. Mi estatura me ocultaba la figura de la vendedora. Las marquetas amarillas de los quesos se apilaban desde el suelo hasta más allá de mi medida. Pero mi mano siempre conseguía un pedazo de la prueba que ya era convenida.
Algunas veces bajábamos al sótano, oscuro, interminable, con su asfixiante olor a plumas de gallina, que encerradas en cajas de madera inundaban de cacareos ese ambiente de catacumba avícola. Allí se vendían los huevos. Los corrientes, blancos y cafés, y con paciencia, se encontraban los de amor, aquellos nacidos en los patios traseros de alguna pequeña casa, y cuyos vendedores eran tan sólo ocasionales. En el sótano, se vendían de igual forma las iguanas, y no era extraño encontrar un armadillo, entero, o ya cortado en pedazos. Y allí también se hacia los chorizos, en una maquinita como molinillo, en la que por uno de sus lados, se metían las sobras de las carnes, y del otro lado – lado que parecía un tubo-, se adhería una tripa ya vacía, que se rellenaba de la carne, que por allí, salía ya molida.
Ya cansados, mi abuela se detenía donde yo más quería: el puesto de los refrescos naturales. Siempre el mismo, el más abarrotado por la gente, el de más demanda. Acá, uno hacia uso de su mejor albedrío, de una ambivalente capacidad de decidir, para luego arrepentirse y volver a elegir lo que se dijo primero. Es que era una ardua tarea decidirse entre el fresco de ensalada, de cebada, de horchata, de agua dulce, de guanaba, de piña, de coco, de jocote, de carao, de carao con leche, de horchata con leche, de marañon, de mamey, de chan, de leche con café, de naranja, de tamarindo, y qué se yo de que otra delicia que aplacara la fatiga de aquella interminable caminata.
Por doquier uno se topaba con niños y niñas correlones, que en canastos más pequeños pregonaban ambulantes los productos que sus padres ofrecían. Uno veía pasar las melcochas, ese dulce provenido de la melaza de la caña; el alboroto, hecho de maíz reventado y azucares; mangos verdes ya cortados, con chile liquido y eso que llamamos Aihuashte, que son las semillas de calabazas ya molidas. También deambulaban señoras que vendían café caliente con pan dulce (semitas, milhojas, peperechas, abuelitas, mariasluisas, cachitos, pastelitos, o la siempre demandada quesadillas, o salpores que se venden siempre junto al marquezote). O se ofrecian los atoles, de elote, el atole shuco, y si tenias suerte, el de piñuela.
Pocas veces, después, visitábamos el lugar de las cocinas, pues allí se vendían las tortillas. Pero al hacerlo, ya como ultima etapa del viaje, el menú era irresistible con los puestos de sopas, ya sea de pollo, de res, de mondongo, de fríjol con pellejo de cerdo, de arroz con hueso de tunco (marrano), o cuche, o cochino, o chancho, como se le quiera llamar. Luego recuerdo los rellenos, que en su interior tenían carne o queso, cubiertos con una capa hecha con la clara del huevo y jugos de tomate. El relleno de ejotes, con queso adentro; de pacayas, rellenas también de queso; de chile verde, rellenas de carne; de papa o de huisquil, rellenos de queso; de tomate, rellenas de carne de cerdo. Los volcanes de arroz blanco o amarillo sobre las cacerolas; el pollo asado o guisado. La carne deshilada, salcochada o azada. El picadillo o salpicón, la lengua entomatada; el hígado encebollado, los chorizos. Se dejaba ese pabellón, convencido, que nada se desperdiciaba, que todo en la cocina se podía transformar de crudo, de amargo, de extraño, a suculento, oloroso, atractivo y exquisito.
Las cocinas se ubicaban en el extremo sur -poniente del mercado, misma dirección en que se ubicaba, pero en las afueras del edificio, un enorme recipiente que recordaba a un Zeppelín caído, donde se almacenaba el gas que iba a dar a las cocinas. Este era un punto de referencia importante. Mi abuela me decía, si un día te perdés, me esperás en el tambo. “El tambo”, así le llamaba la gente a ese recipiente descomunal de gas propano. Nunca me perdí. No tuve necesidad de arrimarme a ese extraño objeto que en el descuido o la mala intención de algún fumador malvado, pensaba, me podía hacer volar por los aires, en dirección al cementerio, ese de allí enfrente, lugar que de suyo, es digno de otra historia.
Jorge Castellón
Houston Texas.
Junio de 2008
Comentarios