Los que hemos vivido desde niños en ese pequeño y apretujado lugar llamado San Salvador, capital de otro no menos pequeño y pobladísimo país llamado El Salvador, hemos de recordar por múltiples razones,- como referencia para alguna dirección, como punto para abordar un autobús, como lugar de encuentro para ir a otro rumbo, o como lugar de reunión, de juego, de alegría, o de romance- ese lugar inevitable, que es El Parque Cuzcatlán.
El parque adquiere su nombre, de esa remota ciudad nahua –pipil que un día fue San Salvador y cuyo significado se traduce del nahuatl, como Tierra de tesoros. Hermoso nombre para un lugar. Nos remite a un sitio donde pudieran existir cosas de un valor ajeno a lo común, donde hay objetos o seres apreciables, donde se guardan cosas que cuidar, que resguardar, o donde existe un patrimonio, natural, social o cultural, de gran valía.
El parque adquiere su nombre, de esa remota ciudad nahua –pipil que un día fue San Salvador y cuyo significado se traduce del nahuatl, como Tierra de tesoros. Hermoso nombre para un lugar. Nos remite a un sitio donde pudieran existir cosas de un valor ajeno a lo común, donde hay objetos o seres apreciables, donde se guardan cosas que cuidar, que resguardar, o donde existe un patrimonio, natural, social o cultural, de gran valía.
El parque se ubica en el centro mismo de la capital, en un lugar que parece haber sido prolifero en árboles hermosos. De los que ahora sobreviven, uno está al final del parque, al occidente, es un roble centenario que regala una sombra amplísima donde más de una vez, al pasar, envidié a aquellos que bajo esa sombra retozaban, jugaban con sus hijos, o dormían.
Del otro lado de la calle, al lado norte, donde aun se ubica el Hospital Rosales, y como separado a fuerza de sus hermanos vegetales por un río congelado de negro asfalto, está otro árbol, no menos majestuoso que el primero, quizá más ancho, más viejo, y que pudiese contener en sus círculos ocultos, contadas, las miles de esperanzas olvidadas de los que a su sombra, se han levantado de sus camas de hospital, para descansar la mirada con el verde cambiante de las copas de otros árboles más jóvenes, que parecen formar el suelo mismo de aquel parque. Es que sus terrenos, a una altura inferior a la del nivel del suelo por ese lado del hospital, dejan ver únicamente copas, ramajes. Hay que cruzar la calle, acercarse a la orilla y ver hacia abajo para ver el interior, el césped, las bancas, las veredas.
De niño, mis primeras visitas al parque se produjeron cuando era llevado por mis maestras de aquel jardín de infantes llamado Ángel Aceituno de Gutiérrez.,- que aún hoy se ubica en la esquina opuesta a la Iglesia del Perpetuo Socorro-. Desde allí, en fila caminábamos las cinco o seis cuadras hasta el parque, en donde corríamos por sus calles de polvo, entre los árboles, para terminar deslizándonos en sus toboganes de cemento que bajaban de pequeñas colinas cubiertas de césped. Solía también ir con mi familia, con mi abuela y mis primos, a mecernos incesantes en sus columpios de metal, y en tiempos de bonanza, a disfrutar del carrusel de caballitos de madera, y de esa –para mi entonces inmensa- rueda que nos hacia subir y bajar por los aires, sentados en sillas de colores.
Muchas personas aún recuerdan quizá, que por cinco centavos, uno podía jugar en su mente a los vaqueros, a ser caballero vencedor, o, a ser quijote, montado en el lomo de algún potrillo de alquiler. Orgullosos y felices, íbamos montados en lomos negros, grises o canelas, llevados a paso lento por los cuidanderos que jalaban de las riendas mientras caminaban al costado. …Las tardes caían, y uno regresaba feliz de sus proezas de jinete a paso de tortuga.
Pasaban los años, y uno crecía, se olvidaba de jugar y apresurados, camino de la escuela, del trabajo, o acongojados por la enfermedad de algún ser querido, mirábamos y recordábamos el parque de reojo, desde sus aceras, o desde el otro lado de la calle donde está el hospital con su historia de tristezas. O mirábamos el parque con nostalgia, de paso, sentados en algún autobús, en esa encrucijada de la Calle Roosevelt y la siempre transitada veinticinco calle, que allí, se hace para acá sur, para allá norte. Viniéramos de donde viniéramos, el parque estaba allí, y allí estuvo mientras los años pasaron y el tiempo, y la gente, y la ciudad y el país, a veces lo olvidaba.
El parque tuvo sus leyendas. Uno de ellas cuenta que como lugar de reunión de furtivos enamorados - a los que las miradas curiosas de los trashumantes buscaban de lejos sobre el césped, debajo de algún árbol-, en una de esas tardes de lluvias tormentosas del San Salvador de antes, en que el cielo se volvía profundamente negro desde el mediodía, y las aguas caía incesantes hasta que llegaba la noche, un rayo cayó en el parque sobre uno de sus árboles, precisamente aquel debajo del cual, se habían refugiado dos amantes, que en su cita clandestina se encontraron de repente en medio de la lluvia de un invierno. Murieron muertos por el rayo. Juntos. Nunca supe sus nombres. Han pasado cuatro décadas ya de ese suceso, pero me conmovió siempre esa historia trágica de dos enamorados que en la búsqueda de verse, y de abrazarse, encontraron la muerte más extraña en medio de los elementos.
Porque el parque tiene sus leyendas…
Crecí, inevitablemente. Tuve hijos. También los llevé a jugar a ese parque, ya con menos árboles, más sucio, a veces peligroso. De muchacho, muchas veces tuve un sueño: hacer una fiesta para niños, y entre otras cosas, hacerles escuchar la Sinfonía Coral, la novena de Bethoveen, con esa Oda a la Alegria que escribió Schiller, al tiempo que se elevasen por los cielos globos variopintos en millares. Quería devolverle al parque y a sus pequeños visitantes, un poco de la alegría que siempre supo darme. Pero todo quedó en sueño…
Ahora, cuando ya ha pasado mucho tiempo, a mitad de la nostalgia y del recuerdo, el parque me regala otra alegría, porque precisamente en él, que guarda mis memorias personales, también mi país guarda la suya: se ha construido un monumento a los muertos de la guerra civil que un día sufrimos. Allí, en su costado norponiente -hacia donde uno dirige la mirada y encuentra al travieso volcán que nos vigila-, hay un muro. En ese muro se han escrito miles de nombres de niños, de niñas, de hombres, de mujeres, de ancianos y de ancianas, que han venido del Sumpul, desde El Mozote, de Tenancingo, desde Apopa; de Aguilares, de Guarjila; desde Perquin, de Tecoluca, de Guazapa, de Aguilares, desde todas partes, desde todos los lugares, caseríos, cantones, pueblos, cerros, montañas, desde donde una vez fueron más que un nombre. Y ahora, esos nombres, son más que éllos y éllas mismas, pues cada nombre es una persona, una historia, una leyenda viva, una odisea, una gesta, una utopía.
Aquí aprendemos que el nombre propio, es nombre histórico. Los Maria, Luis, José o Carmen, van más allá de ser palabras, hasta llegar a ser símbolos de símbolos, que al pronunciarlos, al mismo tiempo decimos hubo una vez alguien, decimos, vivía allá o por acá, decimos, era alegre, le gustaban las guayabas, tenia los ojos negros, decimos, murió joven, o decimos- entre lagrimas-, este es mi hermano, esta es mi hermana o este es mi hijo… Hablamos en presente, no en pasado. Ni tampoco decimos, este es el nombre de mi hijo, porque ese nombre es el hijo, el tío, el hermano. Aquí los nombres no son letras, fonemas, abstractos significados, son símbolos de esencias más profundas que tienen que ver con nosotros, como nuestra propia vida tiene que ver sólo con nosotros mismos. De alguna forma, también nos simbolizan, nos contienen, nos incluyen desde su silente y sólida escritura. Son nosotros.
Así, el parque hoy, es más un símbolo de símbolos de una historia personal, colectiva, nacional, que continúa, porque sus pequeños muros amarillos se han abierto como diques para la memoria universal de la humanidad entera. El parque ya es eterno. El parque ya es de todos y de todas. El parque es la memoria, el presente e inevitablemente, los significados con que estamos haciendo los futuros. El parque guarda, en suma, lo más valioso que hemos un día tenido. Nos guarda, si, nos guarda a todos. El parque Cuzcatlán, tiene un nombre, que en su milenario sentido, venido de un idioma ya perdido con el que un día nos hablamos, misteriosamente nos re-encuentra, nos re-une, nos re-liga en su más profundo de todos sus significados, dentro un tiempo circular en el que imaginamos el pasado y recordamos el futuro de esta tierra de tesoros.
En la noche, se oyen pasos en el parque. Son dos enamorados montando al lomo de un más que negro y apacible potro. Las riendas caen flojas, sus jinetes, como furtivos de la noche, dejan que el animal los lleve. Parecen figuras eternas, que en la plateada luz de alguna luna, regresan, ya sin prisa, a repetir los mismos besos.
Jorge Castellón
Junio de 2008
Pasaban los años, y uno crecía, se olvidaba de jugar y apresurados, camino de la escuela, del trabajo, o acongojados por la enfermedad de algún ser querido, mirábamos y recordábamos el parque de reojo, desde sus aceras, o desde el otro lado de la calle donde está el hospital con su historia de tristezas. O mirábamos el parque con nostalgia, de paso, sentados en algún autobús, en esa encrucijada de la Calle Roosevelt y la siempre transitada veinticinco calle, que allí, se hace para acá sur, para allá norte. Viniéramos de donde viniéramos, el parque estaba allí, y allí estuvo mientras los años pasaron y el tiempo, y la gente, y la ciudad y el país, a veces lo olvidaba.
El parque tuvo sus leyendas. Uno de ellas cuenta que como lugar de reunión de furtivos enamorados - a los que las miradas curiosas de los trashumantes buscaban de lejos sobre el césped, debajo de algún árbol-, en una de esas tardes de lluvias tormentosas del San Salvador de antes, en que el cielo se volvía profundamente negro desde el mediodía, y las aguas caía incesantes hasta que llegaba la noche, un rayo cayó en el parque sobre uno de sus árboles, precisamente aquel debajo del cual, se habían refugiado dos amantes, que en su cita clandestina se encontraron de repente en medio de la lluvia de un invierno. Murieron muertos por el rayo. Juntos. Nunca supe sus nombres. Han pasado cuatro décadas ya de ese suceso, pero me conmovió siempre esa historia trágica de dos enamorados que en la búsqueda de verse, y de abrazarse, encontraron la muerte más extraña en medio de los elementos.
Porque el parque tiene sus leyendas…
Crecí, inevitablemente. Tuve hijos. También los llevé a jugar a ese parque, ya con menos árboles, más sucio, a veces peligroso. De muchacho, muchas veces tuve un sueño: hacer una fiesta para niños, y entre otras cosas, hacerles escuchar la Sinfonía Coral, la novena de Bethoveen, con esa Oda a la Alegria que escribió Schiller, al tiempo que se elevasen por los cielos globos variopintos en millares. Quería devolverle al parque y a sus pequeños visitantes, un poco de la alegría que siempre supo darme. Pero todo quedó en sueño…
Ahora, cuando ya ha pasado mucho tiempo, a mitad de la nostalgia y del recuerdo, el parque me regala otra alegría, porque precisamente en él, que guarda mis memorias personales, también mi país guarda la suya: se ha construido un monumento a los muertos de la guerra civil que un día sufrimos. Allí, en su costado norponiente -hacia donde uno dirige la mirada y encuentra al travieso volcán que nos vigila-, hay un muro. En ese muro se han escrito miles de nombres de niños, de niñas, de hombres, de mujeres, de ancianos y de ancianas, que han venido del Sumpul, desde El Mozote, de Tenancingo, desde Apopa; de Aguilares, de Guarjila; desde Perquin, de Tecoluca, de Guazapa, de Aguilares, desde todas partes, desde todos los lugares, caseríos, cantones, pueblos, cerros, montañas, desde donde una vez fueron más que un nombre. Y ahora, esos nombres, son más que éllos y éllas mismas, pues cada nombre es una persona, una historia, una leyenda viva, una odisea, una gesta, una utopía.
Aquí aprendemos que el nombre propio, es nombre histórico. Los Maria, Luis, José o Carmen, van más allá de ser palabras, hasta llegar a ser símbolos de símbolos, que al pronunciarlos, al mismo tiempo decimos hubo una vez alguien, decimos, vivía allá o por acá, decimos, era alegre, le gustaban las guayabas, tenia los ojos negros, decimos, murió joven, o decimos- entre lagrimas-, este es mi hermano, esta es mi hermana o este es mi hijo… Hablamos en presente, no en pasado. Ni tampoco decimos, este es el nombre de mi hijo, porque ese nombre es el hijo, el tío, el hermano. Aquí los nombres no son letras, fonemas, abstractos significados, son símbolos de esencias más profundas que tienen que ver con nosotros, como nuestra propia vida tiene que ver sólo con nosotros mismos. De alguna forma, también nos simbolizan, nos contienen, nos incluyen desde su silente y sólida escritura. Son nosotros.
Así, el parque hoy, es más un símbolo de símbolos de una historia personal, colectiva, nacional, que continúa, porque sus pequeños muros amarillos se han abierto como diques para la memoria universal de la humanidad entera. El parque ya es eterno. El parque ya es de todos y de todas. El parque es la memoria, el presente e inevitablemente, los significados con que estamos haciendo los futuros. El parque guarda, en suma, lo más valioso que hemos un día tenido. Nos guarda, si, nos guarda a todos. El parque Cuzcatlán, tiene un nombre, que en su milenario sentido, venido de un idioma ya perdido con el que un día nos hablamos, misteriosamente nos re-encuentra, nos re-une, nos re-liga en su más profundo de todos sus significados, dentro un tiempo circular en el que imaginamos el pasado y recordamos el futuro de esta tierra de tesoros.
En la noche, se oyen pasos en el parque. Son dos enamorados montando al lomo de un más que negro y apacible potro. Las riendas caen flojas, sus jinetes, como furtivos de la noche, dejan que el animal los lleve. Parecen figuras eternas, que en la plateada luz de alguna luna, regresan, ya sin prisa, a repetir los mismos besos.
Jorge Castellón
Junio de 2008
Publicado en Revista Contrapunto, El Salvador.
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