Declaración de un ladrón enamorado. A veces me despierto con las ganas de ser un ladrón. Si, un ladrón de verdad, de los de antes. Es decir, me quiero explicar: yo quiero ser un ladrón bueno y feliz; portar antifaz negro en la cara, y deslizarme por la noche ahí donde hayan cosas de más, donde sobre, donde se desperdicie, donde se haya olvidado algo hermoso que a nadie importe ya. Quiero robar caballerescamente: ser furtivo, galante, respetuoso y sutil. Quizás, si de una doncella se trata, dejar una rosa en su almohada -como lo sugería Alberto Cortez-, por si acaso me llego a enamorar durante esas horas laborales. Que nadie me vea al entrar o al salir de alguna casa. Llegar cuando nadie esté, cuando duermen, cuando anden de viaje los residentes, o simplemente cuando se hallen trabajando. No forzar puertas ni ventanas, usar ganchos de pelo, llaves maestras, y en las cajas fuertes, usar alguna lógica de los números y el sonido de la perilla al girar, para