Las maravillas del mundo.
(Publicado el Revista Contrapunto. 29 de marzo 2012)
Creo que las
maravillas del mundo no son tan solo siete o diez lugares que indudablemente
han sido construidas con magno esfuerzo y
abundante belleza. Estoy
convencido que lo maravilloso debiere remitirse, o estar abierto a
incluir todo aquello que en el universo que nos rodea, al contemplarlo, nos
seduce; pero, lo hace de tal forma, que estamos dispuestos a llevarlo con
nosotros en la memoria, en el corazón y en los sueños, hasta que nuestra propia
maravilla – la vida- termine con la llegada de la muerte.
Tal vez después
empiece otra, pero mientras tanto, lo maravilloso de la naturaleza debiera
conformarnos para alegrar nuestro breve existir.
La naturaleza es
algo más que un simple conjunto de plantas, rocas, animales u objetos en el cielo. Al observar
esas mismas cosas con ojos infantiles, descubrimos sortilegios que pueden
decirnos tal vez, los secretos que la
vida humana necesita saber para hacerse mejor y quizás, feliz: el amor entre las
criaturas, la manera en que se cuidan y se recuerdan, la búsqueda de su origen;
es decir, eso que descubrimos en los ojos del gorila que observa a su cría; eso
que devela la visita que los elefantes hacen al lugar donde yacen los huesos de
algún miembro que fue parte de su
manada; ese sentido oculto que envuelve el largo retorno de la tortuga marina
al lugar mismo en que ella ha nacido, para luego, depositar allí sus huevos, no
importando si ese lugar está al otro lado de un inmenso océano...
Estos seres, dentro
del hermoso mutismo de sus vidas, nos presentan uno a uno, ese exuberante
manantial de significados infinitos; ese insondable misterio de sus formas de
ser que no acaban; esa manera tan simple y tan profunda de cada proceder, que
emerge de toda la historia natural en la que, en compañía, cada criatura se ha
formado, para ser lo que es, y poder así nosotros, nombrar la vida con sus
variados nombres.
En Nueva Guinea
existe una ave, su nombre es extraño, y remite al lugar donde habita: la
península de Vogelkop. Este pequeño
ser pertenece a esa clase de avecillas que se podrían nombar como “pájaros
constructores de enramadas” (bowerbirds). Este Vogelkop (Amblyomis inomata) realiza una increíble hazaña: la
construcción de un nido -más bien una pequeña choza o enramada- sobre la
superficie del suelo. Pero esta
construcción conlleva no solo el diseño y la hechura de una curiosa fachada en
forma de anfiteatro, sino, lo que es sorprendente, su increíble decorado.
Así, la delicada ave, en su intento de halagar a
alguna futura pareja, va colocando con primor a la entrada de su choza, las
mejores flores que es capaz de
encontrar, posándolas en el suelo sin apuro ni desorden, más bien, con
un sentir genuino de lo estético, logrando al final una florida alfombra que
invita al amor y
al sosiego.
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